miércoles, 22 de junio de 2011

Sin respuesta


Dice la prologuista, María Dolores Escarabajal Arrieta, Vicedecana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, que Sin respuesta es una opresiva historia sobre la soledad y la pérdida. Y no se equivoca, ahí no.

Llegué a la costa en pleno noviembre. Llovía casi todos los días y hacía bastante frío. La mayoría de los negocios estaban cerrados y muchos bares no abrían hasta junio.

El prólogo pertenece al libro que la Universidad de Jaén ha publicado con los relatos, poemarios y fotografías premiados o reconocidos honoríficamente en el XIV Concurso Facultad de Relato, Poesía y Fotografía (2009-2010). Un pequeño libro de apenas cien páginas, sin ISBN, donde abundan las erratas (algunas sangrantes) y los errores de edición típicos de cualquier publicación no sometida a la menor corrección profesional. A mí, por ejemplo, me colocan la autoría de dos relatos, el mío y el de Fernando Martínez López, a quien seguro que no le ha hecho ni pizca de gracia la faena. Lo bueno, por sacarle algo, es que estos fallos se prestan a que uno realice ejercicios extraños o emprenda aventuras equinociales. Por ejemplo, una lectora sagaz, consciente del irreparable error, leyó los dos relatos que me habían sido atribuidos de un tirón y reconoció el mío al instante. Una historia sobre la soledad y la pérdida. Ecos de las últimas páginas de Estrella distante (eso dicen otros). Una ciudad costera en pleno invierno, se diría que casi abandonada. Un hombre solo. Sí, Yolanda, mi cuento también es tuyo.

Cuando llegué a la tercera planta, me di cuenta de que el origen de aquel ruido era el apartamento del supuesto único habitante del edificio.

Sin respuesta, un relato quemado, abrasado en este concurso que tantas puertas abre al pasado. Un concurso madriguera. Sin respuesta, decía, es un cuento que forma parte de la columna vertebral de un libro de relatos que releo y corrijo casi constantemente. Un libro que no va a tener suerte. No, este libro no. Quizá no la merezca porque es demasiado mío, porque quizá no haya el suficiente extrañamiento en él. No sé... Dice un amigo que hay libros que pasados unos años se te aparecen por la noche, en alguna esquina, mientras aparcas el coche o abrazas a tu pareja, y que eso pasa porque no hemos sido capaces de enterrarlos, esos libros de los que habla, con una estaca clavada en el corazón. Quizás sea eso... El mío, desde luego, se me antoja en todo caso un libro zombi, que no vampiro.

Intenté no volver a pensar en las preguntas que creía haberme contestado de una manera definitiva.

Otro amigo me dice por correo electrónico que el relato le ha gustado, que empieza flojo, eso sí, pero que va creciendo paso a paso y que se cierra bien, de forma certera. Me alegran sus palabras. Lo he visto solo una vez, pero me basta. Entonces hablamos de poesía, de pequeñas editoriales que subsisten a la crisis, de lo horrible que sería la vida sin literatura y de la universidad, de lo maxmaniana que puede resultar a veces nuestra universidad.

Antes de que empezaran las preguntas y los llantos, les dije que estaba bien con toda la convicción que pude.

Una persona que se desliza por la cuerda floja. Anoto una cita de Palahniuk, de su libro Fantasmas, y se la paso por debajo de la mesa al protagonista de mi relato, para que de una vez por todas se deje de gilipolleces: La gente se enamora tanto de su dolor que no pueden dejarlo atrás. Igual que las historias que cuentan. Nos atrapamos a nosotros mismos. Qué grande, el zumbado de Palahniuk, y luego dice Las peores partes de tu vida, esos momentos de los que no puedes hablar, te pudren desde dentro. Ahí está la opresión de la que usted habla, señora o señorita María Dolores Escarabajal, precisamente ahí, en esto último. Los dos personajes del relato callan o balbucean sus silencios, aunque ambos tomen direcciones opuestas.

Una mañana, al ir a desayunar, vi la radio de Ventura en medio de la calle, destrozada. Casi con toda seguridad la había arrojado por la ventana.

Uno vuelve al principio, el otro se encamina hacia un final abrupto. Uno se considera a sí mismo un corredor de fondo, otro está cansado de caminar a oscuras. No hay infierno más real que el mundo, que uno mismo a veces. Ventura lo sabe y asume que ya es demasiado tarde para escapar. La trampa está echada. El joven protagonista, sin embargo, intuye cuál es la imagen que le puede arrojar el espejo en unos años si se deja vencer por la cobardía. Aunque, paradógicamente, esa respuesta valiente la adopta a raíz de saber reconocer el valor del miedo. Lo dice Antonio Martínez Sarrión: Jamás el miedo fue juego de niños / por mucho que los cuentos lo convoquen.

Al poner los pies en la arena cogió sus gafas redondas y las tiró hacia atrás. Intenté atraparlas al vuelo pero no lo conseguí. Las cogí del suelo, ya rotas, y pensé, entonces sí, que aquel hombre se hallaba fuera del mundo.

Como no puedo daros libros a todos, qué más quisiera, al menos tenéis la oportunidad de leerlo aquí. Espero que os guste.

4 comentarios:

  1. Es muy crudo, Juan. Lástima que el libro del que hablas esté en la nevera. Yo también tengo un manuscritos vagando por ahí.

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  2. Un par de manuscritos, quiero decir.

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  3. Bueno, igual ya has visto que yo le dedico el blog a un libro que no está ni en la nevera. Pero por si te sirve de algo, lo compro.

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  4. Mire, ya sé qué me voy a leer esta tarde si el tiempo sigue como parece que a a seguir y llega la tormenta -siempre y cuando un rayo no nos funda los plomos-.

    El tiempo que viví en Alicante estudiando para patrona de pesca, vivía en una urbanización a las afueras, frente al mar, que en invierno también estaba muerta. Sólo uno de los restaurantes abría los fines de semana, y a veces ni eso. Un pequeño supermercado más pequeño que la tienda de comestibles de mi pueblo estaba abierta cuando no lo necesitabas y cerrado cuando te entraba el antojo de unas patatas. Nosotros teníamos una vecina que era puta de lujo, pero la mayoría de plantas del edificio estaban vacías, sólo a partir de marzo empezaba a ir gente los fines de semana, durante el invierno alguien aparecía sólo si hacía muy buen tiempo. Daba gusto ir a la playa. El resto de residentes invernales eran algún marinero, azafatas de avión y algún piloto de paso (el aeropuerto quedaba cerca), las putas caras en sus pisos y personajes sacados de película de mafiosos del Este con sus cochazos. Es más que probable que cuando en pocas semanas tenga que empezar con el engorroso trabajo de buscar hogar, me decida por volver allí.

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