martes, 30 de agosto de 2011

A propósito de César Aira

Rakel dice que este número toca literatura argentina.

Me quedo callado. Inmediatamente pienso en Borges, en Cortázar, y me digo que no. Me digo: no, no y no. Es imposible escribir sobre ellos. Tabú. Objeto ságrado. Tótem. No pongas tus sucias zarpas en el nombre de Yavhe. Cortázar y Borges van cogiditos de la mano hacia el abismo de la eternidad (me refiero a la eternidad inmediata).

Pienso en otros. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete... Y ocho nombres. Sí, me quedo con el octavo. Es César Aira. Supongo que lo conoceréis.

Lo primero que me viene a la cabeza es lo fácil que resulta escribir sobre Aira un minuto después de barruntar la idea de balbucear algo a propósito de Borges o Cortázar.

César Aira y la literatura argentina. Escribiré estrictamente sobre el primero. Lo segundo, eso de la literatura argentina, no sé lo que es, no tengo ni idea. A decir verdad, sólo creo en la literatura a secas. Soy algo parecido a un monofisista literario. Llamadme talibán.

Al lío. De César Aira (Coronel Pringles, 1949) sólo he leído dos libros: Cómo me hice monja (1993) y Cumpleaños (2000). Teniendo en cuenta que ha escrito más de treinta libros, se puede decir que he leído bastante poco de él. No obstante, me atrevo a hincarle el diente al pastel.

Para mí, llegar a César Aira fue fácil. Caminé hacia él a través de un puente ancho y asfaltado llamado Roberto. El apellido, mis ilustrisimos lectores, ya sabéis cuál es. Decirlo hoy en día, escribirlo, cuando su figura se extiende como una mancha de petróleo por los mares del mercado, me da un poco de risa.

Recuerdo perfectamente que cuando leí Cómo me hice monja pensé que a partir de entonces entendería Argentina un poco mejor. Es lo que me pasa con algunos autores. Autores cuyos libros parecieran componerse de retratos emocionales que nos permitiesen, a nosotros los lectores, desplegar una cartografía sentimental a través de la cual, y aun de forma aproximativa, llegar al fondo de las cosas que pasan en el lugar. Podría ser una especie de literatura etnográfica, muy alejada a su vez del naturalismo europeo.

En Cumpleaños, sin embargo, nos enfrentamos a un ejercicio de literatura sin historia. Tenemos en este pequeño libro una obra cuya argumentalidad pivota sobre un eje muy alejado de la fabulación: el de la memoria. Cumpleaños se me antoja un libro exquisito, breve, certero, sin párrafos de adorno ni florituras estructurales. Es uno de esos libros contenidos y bien cerrados desde la primera página. Una obra que se levanta sobre el deber de callar.

Además, Cumpleaños es un libro que guarda lo que a mí siempre me ha parecido un tesorillo de los moros, sí, una pequeña historia de las que emocionan, y que jamás, jamás de los jamases, podré olvidar. Os dejo con ella. Espero que os guste tanto como a mí.

Una historia que me hace pensar: la muerte de Évariste Galois, a los veintiún años, en 1892. Una noche, en una taberna, tuvo una querella a propósito de una mujer, con unos brabucones que quizá eran provocadores profesionales, y no pudo evitar un duelo, pactado para el amanecer. Fue a su cuarto y esperó la hora escribiendo febrilmente, de modo de dejar registro de sus revolucionarios descubrimientos matemáticos. Con la primera luz acudió al campo de honor y lo mataron. Su obra había sido escrita en una noche, y es una obra de gran peso, fundadora de la matemática moderna. Es una historia triste, pero con un final hasta cierto punto feliz, porque pudo dejar el testimonio de su genio, y no vivió en vano. Pudo hacerlo en unas pocas horas, en unas pocas páginas. Un novelista en las mismas circunstancias no habría podido. Él pudo porque se trataba de matemáticas, y porque las matemáticas tienen una notación adecuada. En esto último creo que está la clave. Yo he pasado muchos años inútiles, toda mi juventud, buscando la notación de la literatura; dicho de otro modo, he empleado mi vana supervivencia en soñar el instante de mi muerte anticipada.

Sí, lo sé, os ha gustado. Muchas gracias.

- En La rara, número 2 (puede leerse online pinchando aquí).

jueves, 25 de agosto de 2011

La mirada de Otto Dix


Ya casi termino estas vacaciones terrizas, de interior, en un Madrid -hace unos días bajo palio- esplendidamente desierto tras la eclosión del agujero negro que parece haberse merendado a todos los peregrinos de la JMJ. Lástima que no hayan desaparecido en él todos los policías tarados que tienen secuestrada a la ciudad... Unas vacaciones, continúo, a medio camino entre la capital de este país de risa y Berlín. Puente aéreo entre la vieja ciudad partida y mi pequeña biblioteca estival. Claro, no me moví de España.

Leo una biografía de Otto Dix. Me tiro de cabeza al mar de mierda de la Alemania de entreguerras. De lleno en Weimar, su república ilustrada y fugaz, su paisaje bruegheliano: las putas moribundas y los cafés bohemios, el jazz, recién aterrizado en la vieja Europa, y los mutilados de guerra asaetados por el rencor, las peleas callejeras entre comunistas y camisas pardas, el dadá, los últimos coletazos del expresionismo, el arte en la calle de la Bauhaus... Y, por supuesto, Otto Dix, lo que luego llamarían la Nueva Objetividad.

Bucead en su obra. A través de ella se llega a una historia que me ronda la cabeza desde hace algunos meses y que pide paso. Una historia sobre los caminos retorcidos que conducen al honor. Una historia sobre la irrespirable existencia de aquellos que no quisieron transigir. Una historia sobre el dolor de ser lo que se es... Una historia sobre la traición también.

Le digo a un buen amigo que tengo que cerrar frentes. Algunas historias avanzan por el papel como en la guerra relámpago. En algunas ocasiones me siento como un pequeño Guderian. Y es que a veces quisiera encerrarme en una habitación y no salir hasta haber escrito lo que quería escribir. ¿Dónde puede comprar un joven escritor pirulas de benzedrina? Acaso no era esta anfeta la que mantuvo en pie a Kerouac durante las tres semanas en la que escribió On the road... No sería para tanto.

No hace falta perder el tiempo de esa manera... No hace falta escribir por escribir ni avanzar sin saber qué demonios vamos a hacer cuando lleguemos a las puertas de Leningrado. A mí me gusta que las novelas maduren solas, que los relatos me crezcan en las esquinas de mis lecturas. Quiero no tener prisa. Me lo digo a mí mismo como si fuera un conjuro. Otto Dix me puede servir de ejemplo. Su mirada paciente y decidida a ir hasta el final.

sábado, 6 de agosto de 2011

Radicales extranjeros y provincianos desclasados: ¡todos culpables!


Los radicales extranjeros andan sueltos por España. ¡Cuidado! Se dedican a sabotear la paz social y están pagados por nuestros enemigos sempiternos (entiéndase Inglaterra, entiéndase Francia, entiéndase Grecia, sí, parece que Grecia también entra en el saco). Son peligrosos esos infiltrados: abogan por la violencia simbólica, dicen que no tienen miedo y, lo peor de todo, es que no lo tienen de verdad. Son malos.

Bien, pero volvamos a Los escritores contra la Comuna. Poco a poco el verano nos va quitando kilos y la cola de lecturas va disminuyendo, se va haciendo colín. Paul Lidsky, que ha trabajado como nadie la literatura anticommunarde, ya nos habla de ellos. Uno de los tipos clásicos de esta literatura, a la que se entregaron escritores como Zola después de la caída de la Comuna de París (1871), es el radical extranjero. Otro es el joven desclasado de provincias. Los dos asumen los papeles protagonistas en el teatro de la anarquía. La policía es muy vieja. Sus clichés son inmortales.

Fueron muchos los que pusieron el estómago por delante y pocos, muy pocos, los que optaron por mantenerse fieles a su radicalismo. Los contamos con los dedos de una mano: Vellès, Rimbaud, Verlaine, Villiers de L'Isle-Adam y Victor Hugo fueron los únicos que no dieron la espalda a la Comuna. Todos los demás, viejos bohemios amaestrados con cacahuetes, se hicieron policías, escritores con porra que ni siquiera se dignaron a conformarse con la indiferencia, sino que echaron más leña a la hoguera y confortaron las conciencias de los responsables del ametrallamiento de los 30.000 comuneros (entre ellos muchos niños) ajusticiados tras la debacle. Se hicieron mercenarios.

Lo único que me consuela es saber que mientras todo el mundo recuerda a Rimbaud, Verlaine y Victor Hugo, pocos, muy pocos, saben quiénes son Leconte de Lisle, Francisque Sacey o Gobineau. La historia de la literatura se los merendó hace tiempo.

lunes, 1 de agosto de 2011

Escritores en el frente ruso

Soldados soviéticos en la defensa de Stalingrado, 1943

-¿Y tú qué vas a hacer en vacaciones?
-Leer y escribir.
-Pues vaya vacaciones de mierda.
..

Lo de antes es un pequeño extracto de una conversación imaginaria. Tengo un vecino que sabe lo que es la vida de verdad, por eso cada agosto se va con su mujer y sus chiquillos a Torrenueva. A perderse, dice, como si se hubiera encontrado alguna vez. En mi tierra, a este tipo de personajes los llamamos sabeores. Pues eso, un sabeor de la pradera (sabedor de la pradera para los que habitéis al otro lado de Despeñaperros).

Leer y escribir, pero escribir dónde. Un buen amigo me dice que tengo demasiados frentes abiertos, y en verdad lleva razón. Pensar en frentes de guerra y en batallas monstruosas me hace recordar El Tercer Reich, de Bolaño, otra lectura veraniega. Entre sus libros, uno menor. Decía que demasiados frentes, pero cómo centrarse en uno... Él me dice que antes de empezar otro proyecto debería terminar de corregir los viejos. Aunque sé que su consejo no es exactamente ese, sino otro bien distinto. En realidad me está diciendo que no escriba más hasta que no vea publicado mi siguiente libro. Explea tu tiempo, quiere decir, en colocar tu obra, puto gilipollas, y no escribas más. Me lo dice con cariño, a pesar de que no me lo diga directamente, pero me lo dice con cariño y yo lo sé. Pero no, este verano tampoco voy a hacerle caso: pienso escribir de todo un poco, no me voy a cerrar en un solo proyecto. Voy a corregir, sí, voy a repasar el último libro de relatos que he cerrado, pero no voy a perder el tiempo. Quiero disfrutar, hacer de la literatura una casa en las afueras, un pequeño apartamento en primera linea de playa, pero en invierno.

Aunque bien es cierto que su consejo es oportuno. Desde un prisma, digámos, racional, digamos lógico, es muy oportuno su consejo. Y cuando pienso en el adjetivo oportuno estoy pensando más que nada en no perder oportunidades. Pero oportunidades de qué y para qué... No lo es todo publicar y tampoco ser leído. Recuerdo una entrada de Desóxido donde Bernardo Munuera hablaba de los pocos ejemplares que se habían vendido de una interesante novela de Esther García Llovet. Y además pienso en todos aquellos que salieron a darlo todo y perdieron todas las guerras, y me parecen mejores. Quizá no se trate tanto de organizar el trabajo como de tener ganas de trabajar, que es bien distinto.