jueves, 25 de agosto de 2011

La mirada de Otto Dix


Ya casi termino estas vacaciones terrizas, de interior, en un Madrid -hace unos días bajo palio- esplendidamente desierto tras la eclosión del agujero negro que parece haberse merendado a todos los peregrinos de la JMJ. Lástima que no hayan desaparecido en él todos los policías tarados que tienen secuestrada a la ciudad... Unas vacaciones, continúo, a medio camino entre la capital de este país de risa y Berlín. Puente aéreo entre la vieja ciudad partida y mi pequeña biblioteca estival. Claro, no me moví de España.

Leo una biografía de Otto Dix. Me tiro de cabeza al mar de mierda de la Alemania de entreguerras. De lleno en Weimar, su república ilustrada y fugaz, su paisaje bruegheliano: las putas moribundas y los cafés bohemios, el jazz, recién aterrizado en la vieja Europa, y los mutilados de guerra asaetados por el rencor, las peleas callejeras entre comunistas y camisas pardas, el dadá, los últimos coletazos del expresionismo, el arte en la calle de la Bauhaus... Y, por supuesto, Otto Dix, lo que luego llamarían la Nueva Objetividad.

Bucead en su obra. A través de ella se llega a una historia que me ronda la cabeza desde hace algunos meses y que pide paso. Una historia sobre los caminos retorcidos que conducen al honor. Una historia sobre la irrespirable existencia de aquellos que no quisieron transigir. Una historia sobre el dolor de ser lo que se es... Una historia sobre la traición también.

Le digo a un buen amigo que tengo que cerrar frentes. Algunas historias avanzan por el papel como en la guerra relámpago. En algunas ocasiones me siento como un pequeño Guderian. Y es que a veces quisiera encerrarme en una habitación y no salir hasta haber escrito lo que quería escribir. ¿Dónde puede comprar un joven escritor pirulas de benzedrina? Acaso no era esta anfeta la que mantuvo en pie a Kerouac durante las tres semanas en la que escribió On the road... No sería para tanto.

No hace falta perder el tiempo de esa manera... No hace falta escribir por escribir ni avanzar sin saber qué demonios vamos a hacer cuando lleguemos a las puertas de Leningrado. A mí me gusta que las novelas maduren solas, que los relatos me crezcan en las esquinas de mis lecturas. Quiero no tener prisa. Me lo digo a mí mismo como si fuera un conjuro. Otto Dix me puede servir de ejemplo. Su mirada paciente y decidida a ir hasta el final.

2 comentarios:

  1. He estado investigando sobre Dix después de leer tu correo. Ahora me ilusionas más cuando vuelves a nombrarlo: Otto Dix. Esa historia crecerá, aunque hable alemán, verás.
    ¡Suerte y tinta!

    ResponderEliminar
  2. Esa mirada debió de ver cosas terribles. La Alemania de entreguerras, Weimar incluida, es un periodo fascinante de creatividad, una explosión de propuestas y creadores. Aunque se desbordó por el lado menos previsto y dio lugar a la brutalidad más absoluta nunca vista (en Europa). Los que intentaron decir algo, resistirse al avance de la bestia debieron de verla cómo se acercaba. La pintura de Dix encoge el estómago si sabes qué era lo que vivía a su alrededor. No queda claro que aquella éspoca se haya ido completamente. Ahora vivimos un tiempo menos creativo, pero también hay indicios de brutalidad e intentos de totalitarismo, sólo que más disfrazados.

    ResponderEliminar