viernes, 28 de octubre de 2011

Deja que arda el mundo


Rebusco entre papeles viejos. Ordeno montones de libros y revistas, cuadernos y más cuadernos, discos de música, pegatinas de eso que llaman extrema izquierda y algunas fotos, a decir verdad pocas, muy pocas. Repaso algunas cartas que en su día me llegaron desde Luxemburgo o México y otras que rechazan la publicación de un viejo original, ahora ya editado. Ordeno este pequeño mundo con el afán de ordenar también el mío, mucho más grande y complicado. Es cansado rememorar.

No sé en cuántas ocasiones hay que echar la vista atrás para tomar impulso y volver a comenzar de nuevo. Es muy fácil cansarse en este tiempo blando, apostar por otra cosa. No han enseñado a ser poco constantes. La constancia y la paciencia son obligatorias sin has decidido ser escritor. Se necesitan; porque ocurre que uno duda de los pasos dados, de la certeza de sus convicciones y, sobre todo, de la finalidad de los empeños. Entonces todo se tambalea y lo más fácil es bajarse del burro, quemar las naves en una huida siempre hacia atrás. Yo no voy a criticarlo. Perseverar agota.

Leía hace unos días un artículo de Javier Marías donde decía que si el escritor levantase la cabeza de lo que está escribiendo, estaría perdido, porque repararía en la futilidad de su trabajo, en la vertiginosa voracidad del tiempo en el que nos movemos, su repugnante compulsividad bulímica... Y es que si uno piensa, insisto, en lo desagradecido de este oficio, en la precariedad de nuestros logros y en la desubicación constante a la que nos condenan nuestras literarias obsesiones, dan ganas de arrojar la toalla. Por eso lo mejor es no levantar la mirada de lo que uno escribe, olvidarse de lo que hay más allá. Y he ahí la paradoja: solo la obsesión nos salva del absurdo, solo la entrega absoluta es capaz de arrancarnos de la permanente confusión. Y eso no es poco.

viernes, 21 de octubre de 2011

El último capítulo de Tifón


Me regalaron el libro hace mucho tiempo. Tifón, esta maravilla escrita por Joseph Conrad, me sirvió de anclaje en un momento en el que lo necesitaba. Hoy quiero hablar de él... Hace poco lo abrí por la mitad y subí uno de los párrafos subrayados a Nueva Gomorra. Era la descripción perfecta que caracteriza a un personaje pareciera que escapado de El corazón de las tinieblas. Como es una novela breve, decidí releer el último capítulo... Sin palabras. En los anteriores Conrad se explaya sumergiéndonos en una tormenta perfecta, un tifón contra el cual batallan a cara perro los dos soberbios protagonistas de la historia: el primer oficial Jukes y el capitán MacWhirr, héroe oscuro de la novela. Pero ese último capítulo es inigualable... El Nan-Shan ha conseguido llegar a puerto como un fantasma, completamente destrozado. Los marineros se saben afortunados, a salvo gracias a la providencial fortaleza de su capitán y al instinto de supervivencia de Jukes. Entonces el lector observa como son recibidas en sus hogares las cartas que los marineros escriben para sus mujeres. La esposa del capitán, por ejemplo, ni siquiera termina de leerla. Su hija, que anhela irse de compras, reclama su atención y ella abandona la misiva. Le aburren las historias del mar de su marido. Os dejo un pequeño fragmento.

No se le ocurrió volver la hoja para mirar. Habría encontrado anotado allí que, entre las cuatro y las seis de la mañana del 25 de diciembre, el capitán MacWhirr creyó efectivamente que su barco no podría sobrevivir una hora más en semejante mar, y que nunca volvería a ver a su esposa y a sus hijos. Nadie llegaría a saber eso (sus cartas se traspapelaban rápidamente), nadie en absoluto, salvo el camarero, a quien impresionó mucho esa observación.

Y es que Conrad parece burlarse de la vida de los mortales. Es como si quisiera evidenciar la vanalidad de las vidas de secano. Quizás sea por eso por lo que leemos esta historia con un cierto deje de escepticismo, de soberbia contemporaneidad ante una épica envolvente pero que chirría porque nos parece desfasada, cosa del XIX y sus imperios. De todas formas, es cuestión de trabajar una vez más sobre nuestra mirada, para volver a descubrir el brillo de obra maestra como Tifón. Conrad me resulta imprescindible.

domingo, 16 de octubre de 2011

Gólgota, de Matías Candeira

Estaba deseando que saliera el catálogo de narrativa del INJUVE. Hace unas semanas, justo antes de leer Antes de las jirafas, me enteré de que Matías Candeira, el autor de ese original libro de relatos, había ganado el certamen de narrativa que el Instituto de la Juventud de España convoca anualmente. El premio, al margen de la gratificación dineraria, conlleva la publicación de un catálogo que incluye la obra ganadora y la del finalista. Este año, además, Belén Gopegui, una de las escritoras que sigo desde hace mucho tiempo y que nunca me ha defraudado, ha sido miembro del jurado, así que la apuesta es segura. Por mi parte, espero que el enchufe que supone ser el ganador del concurso hace dos años me valga para que me manden un par de catálogos a casa. Seguro que sí.

martes, 11 de octubre de 2011

El hueco entre Jekyll y Hyde


Una vez alguien me dijo que la vida era demasiado corta como para releer. Yo le creí, pero era joven. Lo que pasa es que a veces el búnker de los libros se vuelve irrespirable, huele a podrido, y uno tiene que buscar soluciones como sea. Sí, en ocasiones leemos mal, escogemos mal, interpretamos mal, y miramos hacia no se sabe dónde buscando la luz blanca de la que hablan todos los que han pasado por una ECM. Sí durante ese tiempo tampoco escribimos, los problemas se multiplican. Entonces no queda otra que cerrar los ojos y escarbar dentro. A partir de ahí puede ser que encontremos algo... Por ejemplo, una tela de araña. El hilo de seda que nos lleva del sopor a las viejas sensaciones (cuando todo era más fácil y uno intuía que quizá la literatura fuera algo parecido a la abismática mirada de un niño recién parido) es algo parecido a la relectura de un clásico. Por esto mismo, volver a leer El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde es algo más que apostar por lo seguro; de hecho, si logramos salir del pestilente túnel es precisamente por todo lo que hay detrás de esa clase de obras maestras. En este caso, releer también implica medir la distancia que va desde el tipo que leyó aquel libro a este que soy yo ahora; penetrar a machetazos en la jungla de nuestro pasado, supuestamente indemne a cualquier estrépito; aventurar la posibilidad de realizar un ejercicio performativo orientado a poner en evidencia nuestra propia identidad, que imaginamos como un bloque granítico. Y lo mejor... Releer El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, vagabundear sin prisa por la obra de Stevenson, conlleva jugar con la intuición, seguir el fino rastro de nuestro yo más negro, avistar, siquiera unos segundos, la estela de nuestros actos más infames; encontrar al fin y al cabo los hechos que constatan lo que casi todo el mundo sabe: que todos somos unos hijos de la gran puta, o al menos, que todos lo hemos sido en algún momento.

sábado, 1 de octubre de 2011

La segunda vida de Lucía

Lucía, ahora sí, coge el teléfono

La he encontrado. Es ella. En la segunda vida de las siete de cada libro que alimentamos, siempre pasan cosas raras: Lucía vive, por ejemplo, Lucía no está muerta. Una noche de otoño, otra de tantas sepultado bajo el montón de broza de mi imaginación plomiza, un poema me llevó a un blog de un tipo que seguía a otro cuya web tenía una foto que... ya no me acuerdo, aunque fue hace un par de semanas. El caso es que aquí está, vivita y coleando, Lucía, ni reventada sobre el asfalto ni rota su historia por un gesto resolutorio y pareciera que valiente, definitivo en suma. La veo coger ese teléfono y pienso en la segunda vida de los personajes que nos hicieron felices. La segunda vida, la que hay detrás del momento en el que cruje todo y creemos que la tierra se abre bajo nosotros. Lucía y yo fuimos cogiditos de la mano por el borde la grieta abierta. Abajo la lava volcánica de nuestros futuros abrasados... Eso pensamos entonces, que el cuento se había acabado, pero no... Porque ahora resulta que Lucía está viva, y sabemos que el imbécil que no la llamó a tiempo no tuvo ni tan siquiera el valor de ir al entierro de la mujer que le amó tanto, casi de forma absurda, descabellada. Por eso, cuando en la segunda vida de Lucía la llamada llega, ésta, un tanto sorprendida porque no se la esperaba, le dice al miserable alfeñique que la engatusó hacía mucho, que se vaya al infierno, y justo después le cuelga. Esa noche, enormísima belleza recortada por el corte exquisito de su elegante vestido negro, será la Reina Fénix de la fiesta inagotable orquestada por los dioses para brindar por su retorno.