sábado, 30 de junio de 2012

Uriarte, Chéjov; diarios y cuaderno de notas


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Dice Iñaki Uriarte en la página 143 de sus Diarios:

CADA VEZ QUE alaban a Chéjov, me pongo en guardia. Hay que tener un paladar muy en forma para degustar a Chéjov (con tanto tabaco y tanta coca cola yo a menudo no noto nada). Y para componer relatos como los suyos, hay que haber escrito también cosas tan aéreas y vivas como sus obras de teatro.

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Imagino que Bernardo ya los habrá leído los dos. Creo que me comentó hace unos meses que se iba a comprar el Cuaderno de notas de Chéjov. En todo caso, si tuviera que pensar ahora mismo en un par de libros que prestarle, sin duda serían estos dos. Él tiene un paladar fino, desde luego que sí, y conoce los alrededores de la literatura como pocos. El Cuaderno de notas de Chéjov, que no deja de ser un documento de trabajo, merece ser destripado por un lector como él.

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Confieso que al principio no me gustaba Chéjov. Confieso que al principio no me gustaba leer relatos. Ahora leo y releo a Chéjov cada cierto tiempo, cuando quiero ver mecanismos, estilográficas rusas deslizándose, tan secas, por la estepa siberiana. Se aprende con Chéjov y con casi todos los rusos. Leed a Turgueniev, leed a Gorki, leed a Tolstoi y también a Dostoievski, no os olvidéis de Bulgakov.

Y leed también a Iñaki Uriarte. Es la primera vez que compro un libro justo después de leer una reseña y no me he arrepentido de hacerlo. Eso no lo hagáis. No os dejéis llevar jamás por el criterio de un solo reseñista. Os aconsejo no malgastar dinero comprando libros que luego no os van a gustar. No hay nada que ayude más a dejar de leer que gastarse una pasta en un libro insulso. El de Uriarte no lo es.

domingo, 24 de junio de 2012

En la trinchera con Franz Marc


19. Soñé que deambulaba por una trinchera llena de muertos y que me habían estallado los tímpanos. Soñé que en esa trinchera me encontraba con el fantasma de Franz Marc, un espectro triste y a la vez tranquilo, que me decía con una voz casi inaudible que Alemania perdería la guerra, que las perdería todas hasta que no pasaran a cuchillo a todos los primogénitos de la aristocracia prusiana. Es una locura, ya lo sé, pero eso fue lo que me dijo.

jueves, 21 de junio de 2012

En un río del color del plomo...


A grown man of 25,
oh, he said he'd cure your ills
but he didn't and he never will.
Oh, save your life
because you've only got one.

Superar el cansancio. Llegar a la cama boqueando y entonces, una vez más, despertar tras un agijonazo. No hay mosquitos todavía en la habitación. De punta la lengua, tampoco hay ganas de demorar el sueño, el intento vano de desaparecer. Pongo un disco. Pienso en aquello que dijo R. sobre mi nariz. Yo jamás dije que curaría sus heridas. Hacer una canción así justificaría una semana sin sueño.  

martes, 19 de junio de 2012

la vida es más grande y nada importa

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El escritor de frente. Bochorno, verano cerrado, un país enfermo. Ahora, ganas de vomitar; antes, durante días, dolor de estómago, tierra quemada, miedo. El miedo y el amor van de la mano. El odio no es contrapartida. Jamás hubo rencor entre los hijos de los hombres viejos. El escritor frente al papel. Piensa en la mujer joven. Piensa en la mujer rebelde, su piel raspada contra la incertidumbre. Escribe.

Se llena de letras un viejo papel. Comienza a llover y está finalizando junio. Se mira las manos. Las ve vacías. Ya no hay certezas pero qué más le da. Se lo dijo la otra noche: la vida es más grande que nosotros y nada importa. Pasará por encima de todos como pasó la poesía por el sueño de aquel poeta hiperviolento, vestida de rojo, rubia como una actriz de Hollywood, al volante de un Ferrari negro. Como una guadaña perfecta sobre el trigo maduro, así la vida sobre el cuello de los poetas hiperviolentos. No lo sabe, pero él es uno de ellos. 

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Manos en la cabeza. El escritor se desliza por el pasillo oscuro. Sabe qué se esconde allí. Lo sabe y no lo teme, pero a la vez ignora cuánto mide la pupila del espanto. Detrás de la esquina la insoportable tenacidad de los recuerdos negros. Al final del pasillo la obsesión, las rejas del cuerpo, su mente podrida como aquellas fresas en la alacena de su abuela enferma. 

El escritor que no se sabe precisamente eso, que ignora su condición porque la vida es más honda que cualquier maldito oficio semisuicida, el escritor -decíamos- sale a la calle. Pasea solo a las cuatro de la mañana. Llueve y hace calor poco después. El suelo arde. Si pudiera encontrar el rastro de aquellos que hallaron la palmera ardiendo -piensa mientras mira al cielo, piensa mientras los ojos se le llenan de arañas y el corazón se le inunda de arena. Desierto en plena noche.

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La tierra también seca. Hormigas en los restos de un puñado de pasteles. El escritor regresa a casa con el pulso intacto y un poema en las entrañas. No lo escribirá. Guardará los versos como aquella caja de espinas. La historia del dolor es la presa más codiciada. Historias que jamás se contarán. Ese cuento que le atravesará de parte a parte. Si algo tiene de valor es su capacidad para mirar. Todo lo demás es fácil. Todo lo demás escuece. 

Antes de dormir, escribe unas palabras. No sabe adónde le llevarán. Son estas: sin carcaj y sin cayado, llegó al oasis desarmado y ya sin agua; allí los encontró dormidos.

domingo, 3 de junio de 2012

Saliendo de la bañera (el personaje empapado)


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Tiene que salir de casa. El personaje tiene que salir de casa, dar una vuelta, respirar. Le puede la náusea. Entró en un artículo casi por casualidad y ahora sale con el cuerpo descompuesto, con la extraña sensación de que todo se le viene abajo. Frases que le golpean, que le agarran del cuello y le obligan a mirar de frente. ¿Qué sentido tiene todo esto? Vive en un mundo de muertos, de sueños tejidos hace mil años que ahora, sin embargo, se esfuman por el desagüe. La literatura ultrajada, torturada, como las jóvenes de las maquilas, enterrada en el desierto, ya casi podrida.

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El personaje regresa, ya no quiere volver al texto. Escribe por inercia. No sabe hacer otra cosa. La literatura, claro, esa construcción social... Parecía haberlo olvidado. Lo que queda fuera de la imaginación. Apenas le consuela encontrar entre los párrafos una mención al libro que le sirvió de pasaporte, más bien salvoconducto. Historias para encender hogueras, historias para alumbrar el fin definitivo de nuestros días. El ocaso de las mil y una certezas. Los jóvenes escritores enterrados bajo toneladas de basura, rezumando su abismática mediocridad. Platos recalentados, camareras de pelo teñido, palmaditas en la espalda... La imposibilidad de una carrera limpia, la trivialidad de todo esfuerzo, el espectáculo.

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Dos soluciones, quizás tres. El personaje echa la vista atrás, vuelve a los clásicos. Se dice: voy a tomar un libro, me lo pondré entre los dientes y cruzaré la selva con la certeza de que alguna vez tuvo sentido explorar lo ignoto (risas: ya no queda nada por descubrir). O el personaje plantado en seco, dándose vueltas, como aquel hombre del poema de Yolanda Ortiz. Solo preguntas, ni una sola respuesta, un lugar insoportablemente humano. Lo otro es la renuncia. Lo otro es decir basta y guardar silencio, no hacer más ruido. Lo otro es renegar. Quizás sea lo más valiente o lo más fácil, pero también es lo imposible, lo inaccesible desde este aquí, desde este ahora.

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El personaje escribe con los dedos crispados. No tiene sentido. Es absurdo. Debiera reír a carcajadas tras el fútil esfuerzo de comprender... No lo consigue. No sabe si es la impostura, el personaje que asumió el personaje para darse la oportunidad de hacer algo de mérito. Qué triste su mascarada... Solo le salva lo irracional de su apostura, ese territorio imposible de dominar. Es su última baza. El personaje agacha la cabeza, pero no esta derrotado. Vuelve al papel en blanco. Lo vemos escribir; escribir entre las ruinas, escribir sin más pasado ni futuro que el que halló en las mentiras.