martes, 11 de septiembre de 2012

Sal en la lengua


i
A la mitad del camino, cuando todavía no estabas cansada, te lo encontraste dormido, tendido boca abajo en el suelo del salón, la botella casi vacía y el libro de Trakl manchado, sus páginas dobladas sobre un charco de vómito. Era la tercera vez que le veías huir, echarse las manos a la cabeza para intentar robarse aquello que se arrebató el solo... Te preguntaste por qué volvías una y otra vez con él. No era aquella una historia real, de peso, ni siquiera un cuento de hadas que al final se acabara convirtiendo en una pesadilla habitable. Le tocaste las costillas con el pie. Hizo un gesto de dolor. Se dio la vuelta y viste su nariz rota, sus ojos -siempre tan expresivos- velados por la fiebre, apenas significantes, mudos. Quisiste abandonarle, dejarle allí, solo y para siempre, solo, como siempre. Pero te quedaste quieta. Le abrazaste. Pensaste que se pondría a llorar, aunque tampoco. Nunca lo habías visto tan débil. Supiste que había metido la cabeza en la boca del dragón.

ii

Después el tiempo llenó de polvo el camino. En uno de los cruces lo encontrarte a la salida de una biblioteca de la ciudad. Comenzaste a seguirle. Lo viste caminar con una determinación que te resultó extraña. Te acercaste un poco más. Parado en un semáforo, reconociste la tapa negra de uno de sus cuadernos. Supiste su destino y quisiste dar la vuelta. Tu marido te esperaba con la cena hecha, los platos limpios, la ropa doblada y el cuarto de los trastos ordenado al fin. Diste un paso y luego otro... No era solo curiosidad. Antes de entrar al bar se dio la vuelta, como si estuviera esperando a alguien. Te paraste junto a la entrada. No sabías si pasar, pero te viste adelantando un brazo, empujando la puerta del local despacio, muy despacio... Finalmente decidiste entrar. Te confundiste entre la multitud. Supiste que todo tu presente se estaba poniendo en juego una vez más. Sentiste un pinchazo en el estómago... Le viste junto al escenario. Una mujer a la que no conocías de nada le estaba diciendo algo. Él miraba hacia abajo. Luego ella se acercó un poco y le dijo algo al oído. En ese momento él levantó la mirada y te miró de frente, como si supiera donde estabas desde hacía un buen rato. Le viste mover los labios, decir secamente la palabra no. Apareció entonces la náusea, ese malestar antiguo. Alguien dijo su nombre por el micro. Le tocaba su turno. No podrías soportarlo. Saliste a la calle y empezaste a andar muy rápido, cada vez más rápido, hasta que al cabo de unos cientos de metros empezaste a correr. 

Versos en la cabeza, sal en la lengua, un cansancio que no sacia la sed de claridad.

iii

Al principio, justo la primera vez, también le viste dormido, recién salido del trabajo en la fábrica, tendido en el césped del campus de la universidad. Estaba tan cansado que ni siquiera se había dado cuenta de que tenía el rostro lleno de hormigas. Decidiste despertarle, quitarle los insectos, pero cuando viste el libro de Trakl te quedaste paralizada, completamente quieta, como si tus pies se hundieran poco a poco en la tierra, lígeramente húmeda. Dijiste Hay un campo de rastrojos donde una negra lluvia cae. Jamás podrías olvidar aquellos versos... Entonces él abrió los ojos, te miró los pies y luego la cara. Se sacudió la suya. Te dijo que que las hormigas se te estaban subiendo por la pernera del pantalón. Sentiste algo a medio camino entre la fascinación y el pánico. Todo comenzó entonces.