sábado, 27 de octubre de 2012

La manera de caminar


 
Jamás el miedo fue cosa de niños
por mucho que los cuentos lo convoquen.
 
Antonio Martínez Sarrión

Un día me di cuenta de que mi vida había cambiado porque me percaté de que caminaba de distinta forma a como lo hacía antes,  y no solo eso, sino que lo hacía como mi padre, aunque yo no era como mi padre ni como mi padre con mi misma edad. Cuando mi padre tenía treinta años trabajaba doce horas al día, tenía una hija de un año y una mujer que parecía de piedra, o eso decía mi padre. Una mujer, mi madre, incapaz de venirse abajo.

Noté que había cambiado, os digo. Caminaba de manera distinta: mucho más despacio, con la mirada al frente, y los pocos poemas que escribía ya no hablaban del dolor o de las mil caras del dolor. Por el contrario, cuando me supe distinto reparé en el sujeto poético de mis nuevos poemas: un hombre con sueños, también un hombre con las manos manchadas de polvo y la espalda torcida, pero sobre todo lo primero, repito, un hombre con sueños, y me dije que aquello era entonces lo importante.

Mi padre también tuvo sueños. Sueños que yo llamo normales, pero que quizá sean sueños clásicos, y es entonces cuando digo que quizá fueran sueños grandes, amplios, viejos e incomparables a mis sueños de joven escritor en ciernes. Esos sueños eran hacer feliz a su mujer, ver crecer a sus tres hijos y construir una casa para los cinco, una casa donde no nos estorbáramos, donde pudiéramos ducharnos sin tener que calentar el agua en un fogón; una casa donde tuviéramos sitio para correr y hacer diabluras, no sé, romper el cristal de una ventana, regar las plantas con anís o pintar las paredes con pintauñas rojo.

Dije que he cambiado, pero en el fondo sé que sigo igual o que soy el mismo, porque tengo entre las manos un legado del que jamás podré desprenderme y que me mantiene alerta. Ese legado también proviene de mi padre. Nace del miedo. Un legado que el recuerdo protege. A veces sueño con una mujer que llora porque su marido se está quedando ciego, con una casa a medio construir y tres hijos pequeños a la espalda, y esa pesadilla no se olvida. También he visto a un hombre con la cabeza llena de sueños convertirse en una sombra. Un hombre trastornado por la culpa… Y eso no se olvida tampoco. El recuerdo es una señal de peligro. Detrás de esa señal habita la amenaza de una vida que se viene abajo (la muerte del que amas, por ejemplo, un hijo o tu mujer, los sueños que se pudren enterrados en una vida a medias o la enfermedad, capaz de encadenarnos a una cama para siempre).

Empezaba este relato diciendo que hubo un día en que advertí que había cambiado. Ahora podría finalizarlo escribiendo justo lo contrario, es decir, que hubo otro día en el que me di cuenta de que nada había cambiado realmente. Ese día es hoy. El miedo permanece inalterable y me mantiene intacto. Se lo debo a mi padre.

- El relato apareció por primera vez en el número 4 de la revista Colodion.

jueves, 18 de octubre de 2012

Orwell no tenía un pavo

Repaso algunos subrayados y notas al margen que apunté mientras leía Vagabundo en París y Londres, de George Orwell. Algunas de esas notas hacen mención a la relación entre literatura y supervivencia. No sé si fue la literatura lo que mantuvo en pie al escritor inglés durante el tiempo que pasó en París, prácticamente solo y sin un duro, condenado a pagar el alquiler de una pequeña habitación llena de chinches empeñando sus pocas pertenencias; pero en aquel momento, cuando la soledad y el hambre parecían haberle rodeado, no fue la literatura la que le sacó del agujero, sino un miserable trabajo de fregaplatos en un hotel de la capital francesa.

Esta es la parte más rica del libro; me refiero a los capítulos en los que describe el micromundo de la hostelería parisina de la época. Una descripción densa en toda regla que podemos leer en clave etnohistórica y que sobrepasa el interés literario; algo que resulta especialmente interesante, pues nos permite establecer puentes entre lecturas en apariencia tan dispares como Antropología de la pobreza, de Oscar Lewis, y el libro del que nos ocupamos ahora.

Hablamos, por tanto, de una suerte de etnografía -se diría que felizmente impostada- que parece formar parte de un ensayo mucho más amplio, aunque apenas pergeñado, sobre la vida del proletariado industrial de las grandes capitales europeas durante el periodo de entreguerras. En ese sentido, nos encontramos ante un libro que, a pesar de ser considerado menor en la carrera literaria de George Orwell, anticipa los argumentos que posteriormente preñarían toda la obra de los autores del movimiento Angry Young Men (Sillitoe, Wain, Kops y Amis, entre otros), cuya novelística -ya en los años 50 y 60- se enraíza con los primeros pasos de la sociología crítica y la antropología urbana, disciplinas que desde un primer momento manejaron las categorías analíticas inducidas por el neomarxismo, tan influenciado por las tradiciones disidentes al estalinismo de las que era seguidor el escritor inglés.

martes, 9 de octubre de 2012

Mujeres, ventanas y unas cuantas referencias

Vi una peli. Era Control. Cuenta la historia de Ian Curtis, el cantante de Joy Division. En la peli se hace mención a la peli que vio Curtis justo la noche en la que se suicidó. Esta última se llama Stroszek. Es alemana. La dirigió Werner Herzog y va sobre la vida de un artista desgraciado que al final se mata. Como Curtis, aunque algunos dirían que Curtis era de todo menos un tipo desgraciado.


Busqué esta última en internet y no la encontré. Pero encontré otra: Tallo de hierro, una peli sobre una pareja de borrachos que malviven durante los años de la Gran Depresión en una ciudad media de los Estados Unidos. Borrachos y mendigos. La peli me gustó. Busco un par de imágenes. Los fotogramas me recuerdan a los cuadros de Hopper. Pero no quiero hablar de Hopper. No quiero hablar de mujeres asomadas a ventanas desde las que solo se ve su soledad. 


Hablemos de Orwell. De Sin blanca en París y Londres; un libro que tenéis que leer. Un libro cuyas historias me recuerdan a las de Tallo de hierro. Pero volvamos al libro... Si queréis conocer a otro Orwell, leedlo. Si queréis disfrutar de un par de ensayos de etnohistoria sobre el mundo de la hostelería en la Francia de entreguerras y la vida de los mendigos en la Inglaterra de los treinta, leedlo. Si queréis saber cómo se las ingenia un joven escritor sin blanca para sobrevivir en la ciudad del Sena, leedlo. 

Ya está bien de referencias.

jueves, 4 de octubre de 2012

Los cables de Marker (el orden del caos)

i

Es un desorden, pero no es un desastre. El estudio de trabajo de Chris Marker es un vientre nuevo, un etos nutricio, un hogar contra el caos -ese sí- que hay ahí fuera. Los cables cruzados son el reflejo de la cordura más exquisita. Pasaría la noche entera refugiado en sus películas (si no hubiera prisas, escalofríos, ese dolor que antecede a la conmoción poética). Pasaría la noche dándole la espalda a ese verso que me atraviesa a cada tanto. No sé por qué... Cómo dejarlo atrás... No sé si está la tierra seca pero yo escribo. No callo, menos ahora. Tengo la sensación de que se acabó la tregua. Sé que ya no hay posibilidad de retorno.

ii

Una habitación grande. Libros, ordenadores, revistas de historia, discos... Una habitación grande y unas manos, nunca su rostro, que son las manos de la esperanza: el hombre solo capaz de hacerse ancho sin perder la conciencia de su raquítica mismidad. Y el gozo de hacer lo que uno quiere y solo eso. La razón del que no molesta a nadie y suma y sabe que la belleza nunca estorba, porque conmueve y aligera y nos da esperanza, aunque solo si sabemos mirar. Me dejé la piel intentando aprender esa lección. A veces lo paladeo. Lo de menos es la condición del antropólogo. Lo de más, por supuesto, las herramientas nuevas que desde hace poco estrenas. Tus ojos atravesando el flujo sanguíneo de su arteria principal. Es el mundo: lo miras, palpita y lo sientes dentro. Ni siquiera mis palabras podrán hacerme daño (al menos hoy).

iii

Debajo de una revista, la foto de una mujer. En la pared la fotocopia de la página arrancada de un viejo cuaderno. Alguien pulsó el play. Le dio sin querer. Estaba aquí, de nuevo, tu media sonrisa no pudo desalojar la melancolía, aquella sensación parecida a mirar el mar cuando ya no queda nadie y hace frío y es invierno. Ciudades costeras abandonadas. Aquel personaje del cuento que lo dejó todo para poder escapar. Estrella distante, las páginas finales de ese libro donde B da caza al poeta nazi, el torturador. Playas vacías... Cortas el hilo. Vuelves a Marker. La vida, esa maraña de cables, contra el absurdo, la confusión real, el verdadero espanto. Ves un camino. Crece. No te da miedo el caos. Recuerda las palabras de Reclús. Aquello de la A dentro de la O. Has apostado fuerte.