Me llamo Ferdinand Mask. Bueno, en realidad no me llamo así, pero a veces
me lo acabo creyendo. Trabajo en una casita en la playa donde tengo a dos
hombres y tres mujeres a mi cargo. Todos ellos también se llaman Ferdinand Mask.
Al principio, cuando les conté en qué consistiría el trabajo que debían
desempeñar, protestaron diciendo que aquello no era ético y que no habían
estudiado tanto para acabar trabajando «de esa manera». Luego, cuando
hablamos de las cantidades que percibirían por su trabajo permanecieron en
silencio, y no sin cierta vergüenza, acabaron por aceptar el incómodo papel que
yo les había asignado en esta particular empresa.
La verdad es que no
escribo este texto para que salga a la luz, pues Ferdinand Mask jamás haría un cuento
del cuento en el que le va la vida, que es su prestigio, no sé, pienso que
quizá estas líneas tal vez me valgan para exorcizar tantos años de vida en la
sombra. Porque, al fin y al cabo, yo no soy Ferdinand Mask, o no debería serlo,
ni ninguno de mis chicos debería serlo, pero lo somos, claro que lo somos, y
eso nos atormenta; solo que a mí me atormenta más. Parece que el oro ya no
brilla como antes y ahora solo quiero luz, prestigio, reconocimiento y ganar
premios de literatura con la misma habilidad que Ferdinand Mask, el gran
campeón de los certámenes de primera categoría de este país. Pero yo no soy ese
hombre, o tal vez sí, pero no lo suficiente y, en todo caso, cabe hacerse una
pregunta más... ¿Qué derecho me asiste para robarle el nombre a su legítimo
propietario cuando, más allá de esta hipócrita queja, jamás he osado discutir
el contrato que me ata a él desde hace más de quince años? Porque en eso se
resume todo, en un contrato en el que alguien paga porque yo escriba, escriba
con mi equipo, claro, pero en silencio, en el más sepulcral de los silencios.
Después de todo, en esta
casa soleada de la playa no se vive nada mal, y los chicos, a pesar de sus
puntuales achaques éticos, se encuentran a gusto viviendo de lo que saben
hacer, que no es otra cosa que escribir con una pasión que roza la locura. Y al
fin y al cabo qué más da que seamos o no seamos Ferdinand Mask, cuando algunas
mañanas, sobre todo en invierno, después de haber trabajado hasta la
extenuación, hemos contemplado el amanecer en una playa en la que jamás soñamos
vivir y que nos ayuda a calmar los nervios. Y qué importa, qué importa el lugar que ocupe
la verdad cuando, en realidad, a nosotros lo único que nos preocupa es seguir
construyendo historias.
Y es que somos sujetos, nosotros, también Ferdinand Mask,
poseídos por la mística de un posmodernismo que actúa como disolvente. Quizá
por esa razón hemos dejado de pensar en la naturaleza moral de lo que hacemos.
Porque ahora solo nos queda la certeza de que somos felices viviendo así, a
pesar del dolor de sabernos presos en esta cárcel de silencio, y esa misma
certeza nos ayuda de una manera u otra a robarle tiempo al camino, pues de sobra sabemos que, más pronto que tarde, acabaremos enmudeciendo, y a
partir de ahí solo nos quedará morirnos de hastío.
- En Cuento y aparte.