domingo, 18 de noviembre de 2012

Negros



Me llamo Ferdinand Mask. Bueno, en realidad no me llamo así, pero a veces me lo acabo creyendo. Trabajo en una casita en la playa donde tengo a dos hombres y tres mujeres a mi cargo. Todos ellos también se llaman Ferdinand Mask. Al principio, cuando les conté en qué consistiría el trabajo que debían desempeñar, protestaron diciendo que aquello no era ético y que no habían estudiado tanto para acabar trabajando «de esa manera». Luego, cuando hablamos de las cantidades que percibirían por su trabajo permanecieron en silencio, y no sin cierta vergüenza, acabaron por aceptar el incómodo papel que yo les había asignado en esta particular empresa. 

La verdad es que no escribo este texto para que salga a la luz, pues Ferdinand Mask jamás haría un cuento del cuento en el que le va la vida, que es su prestigio, no sé, pienso que quizá estas líneas tal vez me valgan para exorcizar tantos años de vida en la sombra. Porque, al fin y al cabo, yo no soy Ferdinand Mask, o no debería serlo, ni ninguno de mis chicos debería serlo, pero lo somos, claro que lo somos, y eso nos atormenta; solo que a mí me atormenta más. Parece que el oro ya no brilla como antes y ahora solo quiero luz, prestigio, reconocimiento y ganar premios de literatura con la misma habilidad que Ferdinand Mask, el gran campeón de los certámenes de primera categoría de este país. Pero yo no soy ese hombre, o tal vez sí, pero no lo suficiente y, en todo caso, cabe hacerse una pregunta más... ¿Qué derecho me asiste para robarle el nombre a su legítimo propietario cuando, más allá de esta hipócrita queja, jamás he osado discutir el contrato que me ata a él desde hace más de quince años? Porque en eso se resume todo, en un contrato en el que alguien paga porque yo escriba, escriba con mi equipo, claro, pero en silencio, en el más sepulcral de los silencios.

Después de todo, en esta casa soleada de la playa no se vive nada mal, y los chicos, a pesar de sus puntuales achaques éticos, se encuentran a gusto viviendo de lo que saben hacer, que no es otra cosa que escribir con una pasión que roza la locura. Y al fin y al cabo qué más da que seamos o no seamos Ferdinand Mask, cuando algunas mañanas, sobre todo en invierno, después de haber trabajado hasta la extenuación, hemos contemplado el amanecer en una playa en la que jamás soñamos vivir y que nos ayuda a calmar los nervios. Y qué importa, qué importa el lugar que ocupe la verdad cuando, en realidad, a nosotros lo único que nos preocupa es seguir construyendo historias. 

Y es que somos sujetos, nosotros, también Ferdinand Mask, poseídos por la mística de un posmodernismo que actúa como disolvente. Quizá por esa razón hemos dejado de pensar en la naturaleza moral de lo que hacemos. Porque ahora solo nos queda la certeza de que somos felices viviendo así, a pesar del dolor de sabernos presos en esta cárcel de silencio, y esa misma certeza nos ayuda de una manera u otra a robarle tiempo al camino, pues de sobra sabemos que, más pronto que tarde, acabaremos enmudeciendo, y a partir de ahí solo nos quedará morirnos de hastío.

- En Cuento y aparte.

martes, 6 de noviembre de 2012

Fragmentos arrasados

Foto de Julia Cortés Campos
*

Hola […] Sí, llamaba porque no voy a ir a trabajar esta semana [...] Bueno, tengo un dolor en el estómago que me impide moverme con comodidad […] No […] Por supuesto, no se preocupe por eso […] Muchas gracias […] No, no me había pasado antes […] En realidad no, a veces es como si fuera un vacío imposible de saciar […] Perdone, me resulta complicado incluso ir al baño... No sé si me comprende […] Desde luego. Iré a pedirlo en cuanto pueda moverme del sofá [...] Amargo y a la vez muy dulce [...] Descuide [...] Muchas gracias. Adiós […]

**

Intenté leer. Leer para no pensar. Leer para no desesperar. Elegí un libro que nunca había fallado. La novela seguía pesando. Todavía recuerdo por qué la elegí. Deseé que aquella historia me arrancara de mí mismo y pudo lograrlo en parte. Pero en otras ocasiones la historia me volvía más lúcido y era entonces cuando miraba mis manos vacías, aquella incapacidad para explicar qué era lo que me había pasado, y pensaba que había que tomar alguna decisión, rápidamente, una decisión para dejar de bordear el pozo: el pozo de la condolencia, por supuesto, pero también el pozo de lo más parecido a la idea de perdición. Eso pasó la noche en la que salí de aquel libro con el firme propósito de arrojarme a los brazos del dolor más fino, menos cobarde, menos recriminador. Sí, entonces supe que el dolor trastorna, amenaza -siempre hay un momento en que lo hace- con volvernos locos, y la locura, como el autoengaño, también nos aleja de la búsqueda de la verdad, o lo que es lo mismo, de la búsqueda de las preguntas, y eso nunca, me dije, justo cuando me vi caminando por una cuerda tan fina como el hilo de mi cordura... Y supe que el miedo, al menos por una vez, se vendría conmigo, no para dolerme ni escocerme o casi hacerme vomitar, sino para ayudarme a comprender por qué llegué a quererla tanto, por qué la herí de aquella forma, por qué le dije que se fuera de una vez por todas. El miedo es sabio porque sabe del cuerpo, porque sabe mucho antes que nosotros, porque es animal, viejo como los hombres y sabio como los niños. Miedo enemigo y a la vez miedo tú, miedo yo, miedo vosotros, miedo identidad. Miedo pesebre. El mismo que mantiene unido al rebaño, el mismo que los hombre arrastramos desde hace siglos y con el que yo me escribo aquí. Entonces miedo tinta. Miedo del escritor que escribe como ese niño que se cubre la cabeza con la sábana, no para no ver sino para hacerlo de otra manera, con la piel, con el instinto, con lo que nunca aprendimos a ver.