Jamás el miedo fue cosa de niños
por mucho que los cuentos lo
convoquen.
Antonio Martínez Sarrión
Un
día me di cuenta de que mi vida había cambiado porque me percaté de que
caminaba de distinta forma a como lo hacía antes, y
no solo eso, sino que lo hacía como mi padre, aunque yo no era como mi padre ni
como mi padre con mi misma edad. Cuando mi padre tenía treinta años trabajaba doce horas
al día, tenía una hija de un año y una mujer que parecía de piedra, o eso decía
mi padre. Una mujer, mi madre, incapaz de venirse abajo.
Noté que había cambiado, os digo.
Caminaba de manera distinta: mucho más despacio, con la mirada al frente, y los
pocos poemas que escribía ya no hablaban del dolor o de las mil caras del
dolor. Por el contrario, cuando me supe distinto reparé en el sujeto poético de
mis nuevos poemas: un hombre con sueños, también un hombre con las manos manchadas de
polvo y la espalda torcida, pero sobre todo lo primero, repito, un hombre con
sueños, y me dije que aquello era entonces lo importante.
Mi padre también tuvo sueños. Sueños que
yo llamo normales, pero que quizá
sean sueños clásicos, y es entonces cuando digo que quizá fueran sueños grandes,
amplios, viejos e incomparables a mis sueños de joven escritor en ciernes. Esos
sueños eran hacer feliz a su mujer, ver crecer a sus tres hijos y construir una
casa para los cinco, una casa donde no nos estorbáramos, donde pudiéramos
ducharnos sin tener que calentar el agua en un fogón; una casa donde tuviéramos
sitio para correr y hacer diabluras, no sé, romper el cristal de una ventana,
regar las plantas con anís o pintar las paredes con pintauñas rojo.
Dije que he cambiado, pero en el fondo sé
que sigo igual o que soy el mismo, porque tengo entre las manos un legado del
que jamás podré desprenderme y que me mantiene alerta. Ese legado también
proviene de mi padre. Nace del miedo. Un legado que el recuerdo protege. A
veces sueño con una mujer que llora porque su marido se está quedando ciego, con
una casa a medio construir y tres hijos pequeños a la espalda, y esa pesadilla no
se olvida. También he visto a un hombre con la cabeza llena de sueños
convertirse en una sombra. Un hombre trastornado por la culpa… Y eso no se
olvida tampoco. El recuerdo es una señal de peligro. Detrás de esa señal habita
la amenaza de una vida que se viene abajo (la muerte del que amas, por ejemplo,
un hijo o tu mujer, los sueños que se pudren enterrados en una vida a medias o
la enfermedad, capaz de encadenarnos a una cama para siempre).
Empezaba este relato diciendo que hubo un
día en que advertí que había cambiado. Ahora podría finalizarlo escribiendo
justo lo contrario, es decir, que hubo otro día en el que me di cuenta de que nada
había cambiado realmente. Ese día es hoy. El miedo permanece inalterable y me
mantiene intacto. Se lo debo a mi padre.
- El relato apareció por primera vez en el número 4 de la revista Colodion.