Días
bajo el cielo, de José Ignacio Foronda, es un libro raro en nuestros días.
Raro y necesario. Afortunadamente, Pepitas de calabaza, la editorial que ha
decidido apostar por él, no tiene complejos a la hora de publicar originales
cuyo acomodo en el mapa de géneros resulta difícil (ya lo ha demostrado
sobradamente con libros como Diarios, de Iñaki Uriarte). Porque actualmente, y
a pesar de la sobreabundancia de novedades y la proliferación de editoriales
más o menos independientes de los grandes grupos empresariales, la literatura
meditativa parece no tener la importancia que debiera en un momento en el que
la novelística vigente parece haber
renunciado casi por completo a la reflexión moral, a otear lo circundante con
el ánimo preclaro de aprehender la realidad.
Y
es que el libro que nos ocupa es, básicamente, un libro de reflexiones que
nacen de la contemplación de la naturaleza. Nos encontramos ante una sucesión
de apuntes al natural, disímiles y sugerentes, que el autor pergeña los fines
de semana y periodos vacacionales que pasa con su familia en un pequeño pueblo
de La Rioja. Notas al margen del vértigo de una sociedad donde el individuo
parece hallarse en fuga permanente, donde el reloj de los de arriba nos marca
el compás con el que, paso a paso, le vamos dando la espalda a un acontecer
pleno, más humano, franco y horizontal, a un presente más nuestro.
Foronda
nos enseña, por tanto, a vivir profundamente, a mirar por primera vez lo que
acaso hemos ignorado siempre. Utiliza el atrezo de la naturaleza para
testimoniar la necesidad del cambio, de la vuelta al tiempo de los hombres.
Literatura meditativa, decimos, cuyo principal valor reside en aspirar a que
cada cual recupere su presencia en el mundo (ese estar más pegado a lo que de
verdad importa). Hablamos, por supuesto, de la necesidad de recuperar una
mirada que amplifique nuestra empatía, nuestra capacidad para aceptar la
soledad del otro, su radical independencia, su particular belleza.
El
autor, en suma, acaba por formar un puzle en el cada una de sus piezas nos
enseña cuál es el hueco que la sociedad actual, esa que Lipovestky situaba en
la era del vacío, abre en cada uno de nosotros. Vacío que deviene de nuestra
falta de consciencia, de nuestra abúlica curiosidad, de nuestra sensibilidad
inicua. Una pobreza moral y vivencial que pretendemos evitar consumiendo a todo
tren y padeciendo las experiencias escapistas prefabricadas por el mercado para
salir del pozo de nuestras rutinas hundiéndonos todavía más en él.
Para
finalizar, hablamos de un libro que bebe de una tradición cuyo epígono sea
quizás Henry David Thoureau, el anarquista estadounidense, autor de Walden,
que fue el padre de la desobediencia civil. Otro motivo más para acercarnos a
él.
- Reseña publicada en el número 2 de la revista Estudios.