martes, 29 de enero de 2013

Todos con Shiryu


La crisis está destruyendo las perspectivas laborales de miles de jóvenes de este país. Nos pasamos estudiando media vida, recibiendo una formación específica que solo puede convertirnos en una pieza más del sistema productivo, para que, toda vez que hemos terminado de dejarnos buena parte de nuestros mejores años en esa universidad castrante, nos demos cuenta de que tanto sacrificio no ha servido para nada. Así, poco a poco, el sistema va perdiendo consistencia, capacidad de integración y recuperación.

Cada vez tiene menos sentido estudiar o hacerlo en el sistema formativo institucional. Si todo lo que aprendimos no valió para tener un trabajo estable que nos permita casarnos, tener un buen coche, criar un par de hijos y, sobre todo, hipotecarnos hasta las cejas, entonces tenemos dos opciones: asumir que tiramos nuestro tiempo por la borda o revertir la frustración poniendo en práctica nuestras capacidades de manera performativa, es decir, operativizando todo el saber adquirido de manera muy distinta a como lo desea el sistema. 

Hablando claro: se trataría pues de utilizar nuestra formación no para engordar al monstruo ni tragar con sus deseos, sino para enfrentarnos a él y revertir el curso de la cascada. Si el bueno de Shiryu lo consiguió, por qué nosotros no. Hay que mojarse.

jueves, 24 de enero de 2013

Correcciones (las fiestas)

Corregir, releerse, es como transitar un pasillo en penumbra. Releerse, digo, es colocarse un embudo en la boca y echar gasolina, hincharse de una nostalgia pesada, dulce y amarga como el caramelo de azúcar, que nunca sacia y a veces hasta produce angustia.

Revisitar un relato te lleva a un rostro, a una conversación. Hubo un tiempo en que las fiestas lo eran todo. O casi todo. El relato no tiene nada que ver con eso. Tampoco Fresán. Tampoco Borges. Ni siquiera Bolaño tiene que ver con eso. Las fiestas siempre implicaban la posibilidad de acabar arrinconado frente a la estupidez del imbécil de turno o de ser arrastrado por la corriente al rincón más estrecho de la casa para, sin saber muy por qué, entablar conversaciones sobre temas superficiales que tratábamos con una solemnidad absurda.

Las fiestas, a veces, lograban que uno dejara de hacerse preguntas, calmaban el gesto, serenaban las tripas. En una de aquellas me perdí siguiendo el rastro de una pequeña biblioteca con apenas treinta libros. No sé de quién era la casa, pero recuerdo bien de quién eran los libros. Eran de una chica holandesa a la que había visto en un par de ocasiones, pero a la que no había escuchado nunca. La pequeña biblioteca estaba en el pasillo, justo al lado de su habitación. Al poco tiempo me di cuenta de que ella me estaba mirando. Permanecía de pie, junto a su cama; tenía un cuaderno en la mano. Me pidió que entrara en su cuarto y después cerró la puerta. La música se oía atenuada. Sonaba She´s lost control, de Joy Division, y supe que ni ella ni yo lo habíamos perdido. Me preguntó en un español casi perfecto que si había leído esos libros. Sin miedo a parecer pedante, le dije que sí, que los había leído todos, y supe que para ella era más importante leer que comer. Luego me preguntó si me podía leer algo. Afirmé con la cabeza y procuré no mirarla directamente a los ojos. A través de las cortinas se intuía el amanecer. Entonces, por encima del sonido imnótico del bajo de Peter Hook, aquella chica comenzó a leer un poema oscurísimo, pesado, dulce y a la vez lleno de agustia, como los besos de los borrachos; un poema que hablaba de la incapacidad de amar, de la incapacidad de escribir y de la imposibilidad de comprender a los demás si no es a través del duelo y el dolor de la pérdida.

En las fiestas siempre se corre el riesgo de que unas palabras te dejen noqueado para siempre. 

Alguien llamó a la puerta. No supe qué hacer ni qué decirle. Volvieron a llamar. Le dije que el poema me había gustado mucho y ella no contestó nada. Le dije que si quería que saliese y me dijo que sí. Abrí la puerta. Al otro lado había otra chica extranjera. Ni siquiera me miró a la cara. Después supe que aquella chica era su hermana y que la poeta holandesa tenía problemas mentales.

Volví al salón y cogí una cerveza. Nadie me vio salir.

Amanecía. Caminé sin dirección fija. Las calles estaban vacías y tomé una acera por donde empezaba a dar el sol. Tirité una vez. Tirité dos veces. Tirité tres veces. Después entré en calor. Me bebí la cerveza de un par de tragos. Metí las manos en los bolsillos. Recordé las palabras de la poeta holandesa. Me supe tocado por una suerte extraña. Algunas noches deseé cruzarme con ella. No la volví a ver.

lunes, 21 de enero de 2013

Días bajo el cielo


Días bajo el cielo, de José Ignacio Foronda, es un libro raro en nuestros días. Raro y necesario. Afortunadamente, Pepitas de calabaza, la editorial que ha decidido apostar por él, no tiene complejos a la hora de publicar originales cuyo acomodo en el mapa de géneros resulta difícil (ya lo ha demostrado sobradamente con libros como Diarios, de Iñaki Uriarte). Porque actualmente, y a pesar de la sobreabundancia de novedades y la proliferación de editoriales más o menos independientes de los grandes grupos empresariales, la literatura meditativa parece no tener la importancia que debiera en un momento en el que la novelística vigente  parece haber renunciado casi por completo a la reflexión moral, a otear lo circundante con el ánimo preclaro de aprehender la realidad.

Y es que el libro que nos ocupa es, básicamente, un libro de reflexiones que nacen de la contemplación de la naturaleza. Nos encontramos ante una sucesión de apuntes al natural, disímiles y sugerentes, que el autor pergeña los fines de semana y periodos vacacionales que pasa con su familia en un pequeño pueblo de La Rioja. Notas al margen del vértigo de una sociedad donde el individuo parece hallarse en fuga permanente, donde el reloj de los de arriba nos marca el compás con el que, paso a paso, le vamos dando la espalda a un acontecer pleno, más humano, franco y horizontal, a un presente más nuestro.

Foronda nos enseña, por tanto, a vivir profundamente, a mirar por primera vez lo que acaso hemos ignorado siempre. Utiliza el atrezo de la naturaleza para testimoniar la necesidad del cambio, de la vuelta al tiempo de los hombres. Literatura meditativa, decimos, cuyo principal valor reside en aspirar a que cada cual recupere su presencia en el mundo (ese estar más pegado a lo que de verdad importa). Hablamos, por supuesto, de la necesidad de recuperar una mirada que amplifique nuestra empatía, nuestra capacidad para aceptar la soledad del otro, su radical independencia, su particular belleza.

El autor, en suma, acaba por formar un puzle en el cada una de sus piezas nos enseña cuál es el hueco que la sociedad actual, esa que Lipovestky situaba en la era del vacío, abre en cada uno de nosotros. Vacío que deviene de nuestra falta de consciencia, de nuestra abúlica curiosidad, de nuestra sensibilidad inicua. Una pobreza moral y vivencial que pretendemos evitar consumiendo a todo tren y padeciendo las experiencias escapistas prefabricadas por el mercado para salir del pozo de nuestras rutinas hundiéndonos todavía más en él.  

Para finalizar, hablamos de un libro que bebe de una tradición cuyo epígono sea quizás Henry David Thoureau, el anarquista estadounidense, autor de Walden, que fue el padre de la desobediencia civil. Otro motivo más para acercarnos a él.

- Reseña publicada en el número 2 de la revista Estudios.

miércoles, 16 de enero de 2013

Bodrios babilónicos

Encontré este libro en la basura. Me lo leí. Y sí, es una puta mierda. Sin duda uno de los peores libros que he leído en mi vida.

domingo, 13 de enero de 2013

La siete vidas del Atlas...

Mantengo una relación de amor y odio con este libro. Lo cerré hace más de cuatro años y nunca me atreví a moverlo por concursos ni editoriales. Un buen amigo quiso recomendar su edición, pero le dije que no lo hiciera. Poco después monté un blog para ir publicando un poema tras otro y de vez en cuando recibo algún comentario de lectores que llegan al poemario de casualidad. Ahora lo traigo otra vez aquí. Desde hace unas semanas trabajo casi a diario con issuu y se me ha ocurrido subir el Atlas. Creo que así se lee mejor.

martes, 8 de enero de 2013

Los caballos salvajes de la joven poeta rubia

 Fotograma de la película Vidas rebeldes*

En Mecanismos internos, Coetzee habla de Vidas rebeldes, una película protagonizada por Marilyn Monroe y Clarck Gable. Yo no la he visto. Coetzee resume el argumento. El personaje que interpreta Monroe acompaña a un grupo de vaqueros que pretenden capturar una manada de caballos salvajes, no para domarlos sino para comérselos. Coetzee alaba la interpretación de Marilyn. Hace unos días leí también unos cuantos poemas de los que escribió la actriz y justo después un artículo de Prado Esteban sobre la construcción de la identidad de la mujer occidental en base a mitos del cine como la propia Marilyn. Sinceramente, no sé con qué quedarme. Veré esa película, releeré sus poemas y contrastaré el artículo de Prado con aquellos otros que reivindican la figura de Monroe como ideal de rebeldía e incluso insumisión, pero sobre todo recordaré aquello de la caza de caballos… ¿Por qué esta obsesión por los caballos muertos? Pienso en Franz Marc, en los miles de caballos que murieron lentamente, destripados sobre el barro de los frentes de la I Guerra Mundial. Pienso en los sueños horribles de ese personaje que cuenta la historia de los Poetas Hiperviolentos [...] Una vez más, me pregunto si ese miedo anticipa una desgracia. Nunca me interesó la interpretación de sueños, pero siempre le presté oídos a mis fantasmas. Ya no oigo sus cadenas.

* Esta es una de las fotos que más me gustan de Marilyn. Parece una mujer corriente, y es precisamente eso lo que más me seduce. Desde otro punto de vista, se podría decir que esta foto difumina el cotorno de la figura mítica, permitiéndonos intuir lo que hay por debajo de la estrella de cine: una mujer -aquí ya no tan joven- que padeció su suerte, como todos los demás. Es imposible ocultar siempre las marcas.