jueves, 24 de enero de 2013

Correcciones (las fiestas)

Corregir, releerse, es como transitar un pasillo en penumbra. Releerse, digo, es colocarse un embudo en la boca y echar gasolina, hincharse de una nostalgia pesada, dulce y amarga como el caramelo de azúcar, que nunca sacia y a veces hasta produce angustia.

Revisitar un relato te lleva a un rostro, a una conversación. Hubo un tiempo en que las fiestas lo eran todo. O casi todo. El relato no tiene nada que ver con eso. Tampoco Fresán. Tampoco Borges. Ni siquiera Bolaño tiene que ver con eso. Las fiestas siempre implicaban la posibilidad de acabar arrinconado frente a la estupidez del imbécil de turno o de ser arrastrado por la corriente al rincón más estrecho de la casa para, sin saber muy por qué, entablar conversaciones sobre temas superficiales que tratábamos con una solemnidad absurda.

Las fiestas, a veces, lograban que uno dejara de hacerse preguntas, calmaban el gesto, serenaban las tripas. En una de aquellas me perdí siguiendo el rastro de una pequeña biblioteca con apenas treinta libros. No sé de quién era la casa, pero recuerdo bien de quién eran los libros. Eran de una chica holandesa a la que había visto en un par de ocasiones, pero a la que no había escuchado nunca. La pequeña biblioteca estaba en el pasillo, justo al lado de su habitación. Al poco tiempo me di cuenta de que ella me estaba mirando. Permanecía de pie, junto a su cama; tenía un cuaderno en la mano. Me pidió que entrara en su cuarto y después cerró la puerta. La música se oía atenuada. Sonaba She´s lost control, de Joy Division, y supe que ni ella ni yo lo habíamos perdido. Me preguntó en un español casi perfecto que si había leído esos libros. Sin miedo a parecer pedante, le dije que sí, que los había leído todos, y supe que para ella era más importante leer que comer. Luego me preguntó si me podía leer algo. Afirmé con la cabeza y procuré no mirarla directamente a los ojos. A través de las cortinas se intuía el amanecer. Entonces, por encima del sonido imnótico del bajo de Peter Hook, aquella chica comenzó a leer un poema oscurísimo, pesado, dulce y a la vez lleno de agustia, como los besos de los borrachos; un poema que hablaba de la incapacidad de amar, de la incapacidad de escribir y de la imposibilidad de comprender a los demás si no es a través del duelo y el dolor de la pérdida.

En las fiestas siempre se corre el riesgo de que unas palabras te dejen noqueado para siempre. 

Alguien llamó a la puerta. No supe qué hacer ni qué decirle. Volvieron a llamar. Le dije que el poema me había gustado mucho y ella no contestó nada. Le dije que si quería que saliese y me dijo que sí. Abrí la puerta. Al otro lado había otra chica extranjera. Ni siquiera me miró a la cara. Después supe que aquella chica era su hermana y que la poeta holandesa tenía problemas mentales.

Volví al salón y cogí una cerveza. Nadie me vio salir.

Amanecía. Caminé sin dirección fija. Las calles estaban vacías y tomé una acera por donde empezaba a dar el sol. Tirité una vez. Tirité dos veces. Tirité tres veces. Después entré en calor. Me bebí la cerveza de un par de tragos. Metí las manos en los bolsillos. Recordé las palabras de la poeta holandesa. Me supe tocado por una suerte extraña. Algunas noches deseé cruzarme con ella. No la volví a ver.

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