jueves, 28 de febrero de 2013

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El post empieza con FELICIDADES. Se lo digo a Sara, que nació un día después que yo. Hace unos días, tras leer una entrada de su blog, Libres para nada, le prometí que le dedicaría las próximas palabras que escribiera (o escribiese) en La banda de los 4.

Mi idea era aprovechar este Día de Andalucía para seguir corrigiendo textos. Mi idea, digo, porque ciertamente se quedó en eso. Ayer por la noche, tras limpiar una mesa atestada de libros, encontré uno prestado por un buen amigo. Ese libro es Los bosques de Upsala, de Álvaro Colomer. Si no he escrito antes este post es precisamente por culpa de esa certera novela. En realidad, no me arrepiento en absoluto de haber pasado el día entero leyéndola. Uno no encuentra un libro así tan fácilmente.

Sara, en tierra de nadie. Yo también. Reproducción social fallida. Padres y madres petrificados con el gesto de un gran ¡oh! ¿Qué esperamos? Da la sensación de que nos equivocamos en todo. ¿Vidas a medias? Tal vez. Nos amarramos al mástil para no ser arrastrados por las sirenas, pero su voz permanece en la conciencia, no desaparece jamás; de ahí la melancolía. No, ya no hay vuelta atrás. La irresperable confortabilidad de nuestras casas de muñecas se desvanece al fin. Tal vez, solo tal vez, la presciencia de la identidad futura anticipó el gesto de los que persisten.

En claro. Es verdad, todo parece derrumbarse. Nuestras perspectivas. Nuestra manera de entender el futuro. Nuestro presente inmediato. Nosotros mismos, todos, parecemos agarrotados y sin respuesta. Pero también es cierto que con el paso del tiempo la propaganda apesta más. Nos inoculan un miedo que es peor que el veneno. No me extraña que cada vez haya más crédulos. Pensemos lo que pensemos, a ellos le importa un pito nuestro pataleo monótono.

Dejemos, por tanto, de añorar el viejo sueño de la resistencia. Vayamos más allá. Se trata de perderle el miedo a las ruinas. Pasará el tiempo y el polvo del desastre abonará nuevas ideas. Esas serán las herramientas. Solo hace falta echar la vista atrás para darse cuenta de hasta qué punto el infierno se perpetúa como el rugir de las olas. Vengo de saber la historia. No, esto que está pasando no es lo peor. Aunque se ve de cerca la alambrada que cercó nuestros burbujeantes sueños.

No se trata de buscar la cizalla, sino de pinchar de una vez esas malditas pompas. ¿Qué fue lo que nos hizo emprender el viaje? ¿Seremos capaces de recordar el destino de aquel viaje común?

martes, 19 de febrero de 2013

Hablando de Sociología, estatismo y dominación social, un ensayo de Juanma Agulles



El ensayo de Juanma Agulles se nos antoja, antes que nada, un ejercicio de responsabilidad. Responsabilidad para contar una historia de la sociología que no le va a gustar a casi nadie. Punto número uno: quien la escribe es sociólogo. Punto número dos: quien la escribe es un sociólogo que pretende dejar de serlo. Punto número tres: quien la escribe no renuncia, o al menos esa es nuestra impresión, al afán de comprender la realidad (y eso ya es mucho).

Lo dicen los editores: el texto que ahora publicamos tiene como hilo conductor una crítica radical de la institución académica y de los especialistas de lo “social”. Nos encontramos, por tanto, ante un exitoso intento de aportar reflexividad a una disciplina científica nacida al calor de los procesos de industrialización acaecidos en los países occidentales a partir del siglo XIX.

En ese sentido, el de Agulles es un ensayo que recoge las aportaciones críticas con respecto a la sociedad de expertos de teóricos como Foucault o Lyotard, pero con una gran diferencia en relación a intentos similares: la crítica, desde dentro y desde fuera de la propia institución universitaria, al papel del académico y el intelectual. Una crítica explícitamente política: De modo que tiene siempre más valor el trabajo intelectual separado de la vida que el saber que surge de la lucha cuerpo a cuerpo con la existencia. Se diría que el intelectual debe estar a salvo de ciertas contaminaciones y que la academia lo preserva de ellas al mismo tiempo que ejerce la represión mediante la amenaza de dejar de ser garante de lo que el intelectual dice o escribe.

A partir de estos presupuestos, Agulles levanta una suerte de etnografía ―aunque al autor probablemente no le gustaría el término― de la institución universitaria que, entre otros aciertos, nos permite intuir los mecanismos de legitimación del poder y la desigualdad que devienen de la posición estratégica de los especialistas.

No obstante, el papel de la sociología y de las ciencias sociales en su conjunto, ha variado conforme la plutocracia ha ido reajustando, vía Estado, los sistemas de control y dominación social, con el ánimo de perpetuar la sociedad de clases y, por ende, la situación privilegiada de las disímiles oligarquías. Así, nos encontramos en una sociedad posindustrial donde la prescripción de lo patológico y lo normal ya no estaba encaminada al castigo y la venganza, sino al argumento progresista de la reinserción y la reforma social.

Llegados a este punto, al autor no le duelen prendas para, pese lo anterior, poner en solfa las tendencias que sucedieron al relativismo hipercriticista de los años setenta: matematización, oscurantismo posmoderno y catastrofismo insurreccionalista, que son el correlato de otros tantos intentos por recuperar la viabilidad y utilidad del discurso sociológico especializado.

No obstante, el ensayo de Agulles escapa, si se quiere de una forma retorcida, de la inoperancia y balbuceo de buena parte de los textos que se reclaman de la crítica anticapitalista. Lo primero porque su argumentario está perfectamente hilado. Y lo segundo porque la crítica del autor opera constantemente sobre la base de la necesidad del rearme ideológico de los de abajo. Es por eso mismo por lo que tenemos en la obra de Agulles un ensayo radicalmente contrahegemónico, que ataca la línea de flotación de las tecnologías de dominación que dimanan del control y manipulación del conocimiento.

Al cabo, la apuesta de Agulles es precisamente la contraria a lo finalmente pretendido por la crítica social de los reformadores: construir la única crítica coherente con los tiempos que vivimos: aquella que sostiene que ninguna reforma del sistema es posible. Hablamos, pues, de la perentoria necesidad de construir revolución.

Llegados a este punto, y asumiendo la dimensión histórica de esta batalla contra el poder del capital, parece conveniente poner en valor aquellas formas de inteligencia crítica que, por un lado, posibiliten que la investigación social no sea recuperada para los fines de control y represión que requieren las clases dirigentes y, por otro, contribuyan a generar espacios de conocimiento autónomos desde los cuales repensar las complejas estructuras de dominación social y cultural que operan, incluso, desde nosotros mismos.

Para finalizar, hay que destacar que a la profundidad de análisis de la que hace gala el autor, se le ha de sumar la vastedad de sus interesantes intuiciones, apuntes apenas esbozados que, a nuestra manera de entender, merecerían un desarrollo más amplio para no verse estrangulados por el estilo seco y sugestivo del autor.

Sabemos que Agulles no bajará el listón en su siguiente obra, que ya esperamos; se trata de “Nacidos en cautividad (la sociedad tecnológica y sus descontentos)”. Un libro donde estamos seguros de que el autor dará continuidad a su oportuno análisis de los sistemas de dominación presentes en la sociedad capitalista de nuestro tiempo. 

- Reseña publicada en Estudios.

lunes, 11 de febrero de 2013

Biografía: un relato sobre Marx y Twain

Como Moisés, Marx había sido abandonado en una canastilla que alguien había echado al río. En su caso, a Marx lo habían tirado al Misisipi con la esperanza de que, como al viejo patriarca, alguien lo rescatase y le diese mejor vida. Fue un joven maestro quien lo encontró entre los juncos de uno de los meandros. Paul así se llamaba el profesor acogió a Marx en el seno de su familia y lo crío como si fuera uno de sus hijos. Marx creció así bajo la tutela de unos padres comprometidos con el ideal socialista que, no sabiendo que mejor nombre darle, lo acabaron llamando Marx, para ser más exactos Marx Twain, pues Lisa, su madre adoptiva, era una gran aficcionada a la novela de aventuras y admiraba sin reservas la obra del autor de Misuri. 

A partir de ahí sería importante señalar que la vida de Marx estuvo condicionada por las dos pasiones que desde joven empezó a cultivar: la política y la literatura. Leyó mucho y pensó más. A los catorce años, su padre le colocó como ayudante en un aserradero en el que trabajó durante más de veinte años. Allí, sus compañeros le pedían que les leyera la prensa y que les contara cosas de los libros que siempre andaba leyendo a la hora del almuerzo. Como decía, Marx leyó mucho y pensó más, y en una de aquellas ocasiones un fogonazo le hizo pensar que tal vez de la hoguera de sus lecturas podría salir una idea que, de una vez por todas, facilitase la llegada del socialismo a los Estados Unidos. Habló mucho con su padre, discutió más todavía con él, pero al final se dedicó por entero a publicitar entre las clases trabajadoras lo que para él no era sino la auténtica vía estadounidense al socialismo; una vía que, a diferencia de las propuestas de otros grupúsculos marxistas de América, no pasaba por la insurrección armada ni la organización de poderosos sindicatos en las fábricas, sino por la creación de comunas socialistas a la orilla del río Misisipi. Serían precisamente estas pequeñas microsociedades obreras las que, sin ir más lejos, servirían como ejemplo de la capacidad de autogestión integral de la clase trabajadora norteamericana. No obstante, su determinación le acabó acarreando problemas, ya que, podríamos decir que esta particular vía, digámoslo así, «marx-twainiana» al socialismo, chocaba frontalmente con los planteamientos revolucionarios que para los EE.UU. tenía la Internacional Comunista dirigida desde Moscú. Tanto es así que a Marx no le quedó más remedio que echarse al monte con su grupo de correligionarios para que las garras de la Komintern no llegaran hasta él.

Se cuenta, y a partir de aquí entramos en el territorio de la leyenda, que Marx Twain, acompañado de una hueste cada vez más nutrida de fanáticos admiradores, montó una fundación benéfica de paradero ignoto con la que, entre otros proyectos de carácter ciertamente revolucionario, organizaba un premio literario relativamente famoso en el sureste americano al que llegaron a concurrir poetas de la talla de Dylan Thomas o Lou Reed, entre otros. Los últimos rumores apuntan a que Twain, pues ahora se le conoce por su segundo nombre, acabó sus días encerrado en una cabaña de madera de la que solo salía para pescar. 

 - De 50 pasos para dar el salto (Berenice, 2009)