lunes, 29 de abril de 2013

No la mujer de Panero, ni la madre de los Panero, ni siquiera Felicidad Blanc, sino la otra, la de los sueños (II)

Las 4:00. Madrugada. Insólito frío. Ya no sé si duermo o aún estoy despierto. Dejo la luz del flexo prendida. Escucho como se abre la puerta de mi habitación. Una mano blanca y todavía joven, se posa en el marco. Miro hacia ella, pero no aparece nadie. 

-Pasa -le digo-, no tengas miedo.

Pienso en lo extraño de mis palabras. Justo después, entra despacio, avanza mirándome a los ojos. No sé si sueño. La mujer de la fotografía, esta, no la madre de los Panero, ni la esposa de Panero; ni tan siquiera la otra, la de hace unos días, sino precisamente esta, la de la foto: ella es quien aparece en mi habitación.

Se sienta a mi lado. Intento incorporme, pero no puedo. Cierro los ojos y la sigo viendo. Ha dejado de hacer frío. Templo mis nervios. Abro los ojos y sigue allí. Me mira, ahora me mira. Sé que no existe. Luego sonríe. Mete la mano bajo las sábanas y me golpea con el puño justo encima del corazón.

Entonces despierto. La busco y no encuentro nada. Ha desaparecido. La luz se ha apagado. Tengo frío otra vez. De nuevo escucho el sonido de la puerta. Algo acaba de salir de mi habitación a oscuras. No tengo miedo. Ni siquiera ahora se me eriza la piel. Siento, sin embargo, un extraño calor a la altura del esternón. Me subo la camiseta. Tengo una mancha roja en el pecho. La toco y está caliente. Es como si tuviera el corazón en llamas. Cierro luego los ojos e intento dormirme. Nadie aparece. Definivamente, me estoy volviendo loco. 

Antes de caer rendido, escucho como empieza a llover. Y eso me tranquiliza.

jueves, 25 de abril de 2013

No la mujer de Panero, ni la madre de los Panero, ni siquiera Felicidad Blanc, sino la otra, la de los sueños

Esa señora se coló la otra noche en mi vida. Entre sueños, después de ver El desencanto, no la señora de Panero ni la madre de los Panero ni la viuda joven y rica que paseaba Leopoldo María, sino la otra, la que no es ni por asomo viuda, ni por asomo joven, ni madre ni rica ni mujer de poeta, sino otra mujer, la de las fotos, la que viaja por mis sueños y veo dormir entre las ruinas y escucho recitar mientras mi corazón bombea una extraña mezcla de deseo y extrañeza. La que no se llama Felicidad Blanc.

Esa mujer, que no señora, que ya tampoco musa sino mujer a secas, la de los sueños, tiene una marca en las rodillas y quisiera creer que la persigo de lejos, acudo a sus recitales y me presento así, como el que no quiere la cosa, en la puerta de su trabajo y en la tienda donde compra manzanas y en el parque donde pasea su mirar sereno, sus labios tranquilos, sus pasos sin prisa.

No, la verdad es que no sé qué es lo que hace esa mujer nevada, allá en las cocinas de mis sueños, ya casi de día, y una vez tras otra. No sé si querrá decirme algo, darme un consejo o quizás leerme ese poema que hablaba de aquellas hormigas que corrían por el cuerpo de la joven desnuda. Da igual. Seguro que esta noche esa mujer, la de la foto, la que sonríe sin saber a quién lo hace, la que aparece en una esquina en plena madrugada y no me suelta, la que recita esos poemas que hacen que despierte con sabor a polvo en la garganta, seguro que esa mujer -digo- vendrá esta noche a visitarme. Ella pondrá el tablero y las piezas. Miraré sus manos. Estarán limpias y tal vez frías. Y sin hormigas. Y sin presagios.  

domingo, 21 de abril de 2013

50 sombras de mierda


Tengo un libro, ya lo sabéis. Se llama 50 pasos para dar el salto... Así, con tres puntos suspensivos al final. Qué se le va a hacer. Ayer, mirando el catálogo de una librería madrileña especializada en narrativa contemporánea, me hizo gracia comprobar que el nombre de mi libro estaba justo encima del nombre de otro sobre el que proyectaba una sombra ridícula. Ese libro, el que oscurecía, sin embargo, todo lo que había por debajo de él, lleva por título 50 sombras de Grey, y lo escribió una señora llamada Erika Leonard James. Es británica.

Más de un amigo, y sobre todo amigas, me han recomendado que lo lea. Pero no voy a hacerlo. No es por soberbia. Tampoco porque sea un superventas. Es que tengo poco tiempo para leer y no me puedo permitir el lujo de equivocarme. Sí, ya sé que la vida no es tan corta como parece, pero os habéis parado a pensar en cuántas horas requiere la lectura atenta de, por ejemplo, Crimen y castigo.

El de Dostoyevski será el siguiente que lea. Alguien me lo regaló con terror confeso a equivocarse. Es evidente que no lo ha hecho.

Entre Crimen y castigo y 50 sombras de Grey, media la historia del mundo entero. Quizá el libro de la escritora británica sobreviva algunos años. Lo que sí es seguro es que podrá vivir de él durante toda su vida y eso ya es un logro, un éxito. Creo que, precisamente, esa es la palabra justa a la hora de hablar de sombras y literatura: éxito. Ahora más que nunca, lo prometido es deuda.

Sí, tal vez me este perdiendo algo al no leer ese milagro editorial. Una novela que, por otro lado, se ha convertido en blanco fácil para tantos escritores resabiados y dolidos por la sombra minúscula que proyectan sus libros en las listas de ventas. ¡Ay! La fama, la moda, la visibilidad.

Escucho la risita de ultratumba de nuestros amados rusos. Se mofan de nuestros cotilleos estúpidos, de nuestra palabrería imberbe. Vosotros, parecen decir, los afeitados, los rasurados, los escritores de gimnasio y vida pública... Se parten la caja, los rusos, allí, en el sepulcro iridiscente de la historia de la literatura a secas.

Mientras tanto, yo no me río. Tomo café al sol. En la sombra hace frío. Sinceramente, leed lo que os venga en gana. Yo es lo que voy a hacer.

martes, 2 de abril de 2013

La sombra de Zweig


El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a su casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo ese tiempo, aquella sombra no sé apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y solo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, solo éste ha vivido de verdad.

- El mundo de ayer. Memorias de un europeo, de Stefan Zweig.