lunes, 29 de julio de 2013

5 libros y 5 blogs

Me gustan los blogs en los que encuentro buenas recomendaciones de lectura. Me gustan especialmente esos post donde se habla de los últimos libros que más le han gustado al bloguero en cuestión. Pero, eso sí, no me gustan las listas tipo los diez libros que más me han gustado de 2012. Porque prefiero que me den razones, que me justifiquen, aun de forma somera, el interés de una obra.

Para eso, es decir, para que me recomienden libros y no tirar el dinero a la basura, tengo varias referencias fijas. La primera, La mania de leer. La segunda, el blog de Layla Martínez. La tercera, Miedo a la literatura. La cuarta, Zafarranchos merulanos. La quinta, Hanna O. Semicz.

El primero es el blog de Bernardo Munuera, un amigo con el que mantengo un intercambio sostenido de libros desde hace años. El segundo es de otra amiga, Layla Martínez, a la que no he visto en la vida, pero con la que comparto proyectos y lecturas, entre otras afinidades. Sin embargo, no sé quién son los responsables de los otros blogs. Mejor dicho, sí sé quiénes son, pero no he cruzado ni diez palabras con sus autores. Ni falta que hace. Les leo desde hace tiempo y les animo a seguir escribiendo. Así me hacen un tremendo favor: comprar libros con cierto criterio.

La verdad es que yo no sé si os puedo ayudar a vosotros, lectores de La banda, pero, ahora que tengo tiempo, me gustaría recomendar cinco libros de los que disfruté en su tiempo y que seguramente no os será difícil encontrar en cualquier librería o biblioteca pública.


El primero es un libro de cuentos raro. Eso fue lo que pensé después de leerlo. Había leído toda la obra de Carver, varios libros de Quim Monzó, los relatos de Bolaño y John Cheever; también había leído los libros de dos autores que desconocía y que otro amigo me había recomendado: Hipólito G. Navarro y Cristina Fernández Cubas. También leí lo que había podido encontrar de Eloy Tizón. Pero Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, era otra cosa. Sus cuentos estaban ambientados en contextos históricos que había que conocer para disfrutarlos de forma plena. Algunos personajes eran reales y otros no. Además, la edición de Valdemar se cerraba con un relato, La cruzada de los niños, que narra uno de los episodios más crueles de la Edad Media.


Al segundo llegué gracias a una conversación con David González, el editor de Berenice. En concreto, me dijo que algunos de los relatos de 50 pasos para dar el salto se parecían a los que escribía Alexander Klugue. Yo no tenía ni idea de quién me hablaba. Poco después, me leí de un tirón El hueco que deja el diablo. El libro me sorprendió bastante. Tenía una estructura poco común y los relatos parecían ubicarse en una posición liminar, a medio camino entre la literatura y el ensayo histórico, muy cerca también del periodismo de investigación. Era otro libro en el que cabía de todo. De hecho, este fue uno de los primeros que le presté a Bernardo Munuera.


El tercero es un pequeño ensayo sobre el oficio de escribir. Escribir y callar, de Nuria Amat, es un libro que recomiendo siempre. En primer lugar, porque nos ayuda a repensar la posición del escritor en la sociedad actual. En segundo lugar, porque ilustra la aventura personal de una lectora, quizá una más entre nosotros, que ha sabido encontrar en la literatura un apoyo imprescindible para permanecer de pie, de frente contra la sinrazón de este mundo, penetrado hasta la médula por la mercancía.


El cuarto libro que recomiendo es Recuerdos de un estudiante pobre, de Jules Vallès. Hace unos días, tuve que revisarlo para contrastar un dato sobre el autor que suponía incierto. El caso es que me paré a leer algunos de los párrafos que tenía subrayados y volví a redescubrir el gancho de este relato sencillo. Sí, tal vez sea historia menor, pero contada por Vallès, la suya parece una leyenda épica. La leyenda de uno de los pocos escritores que no abjuraron de la Comuna de París.


Por último, el último libro que recomiendo es Alfabeto de cicatrices, de Ana Pérez Cañamares. Después de escucharla recitar en Voces del extremo, no me queda más remedio que volver a sus poemarios. Voy a leer todos sus libros, uno tras otro. Voy a leer sus poemas y a subrayar sus versos. Os recomiendo su lectura. De seguir así, su obra difícilmente se pierda en el pajar de la historia de la literatura española. 

viernes, 19 de julio de 2013

Interrogante


No se trata de lo que gané con aquella decisión. Se trata, precisamente, de todo lo contrario, de lo que perdí por querer, de una vez por todas, desalojar el terror de las entrañas y vivir tranquilo junto a mi mujer y mis dos hijas. Os hablo de lo que abandoné en el camino. Porque el miedo quedó atrás, el pánico, y el miedo no es un dolor en la ingle o un cáncer imprevisto y asesino, qué va; el miedo es algo que se hace mucho más presente en el día a día. El miedo tiene el rostro, por ejemplo, de un funcionario del INEM. Dice mi mujer que el terror para ella habita en la posibilidad de que alguna de nuestras hijas se abra la cabeza con el borde de un escalón o cosas por el estilo. A mí, por el contrario, jamás me han dado miedo ese tipo de cosas, tal vez porque, al menos es este aspecto, siempre me ha acompañado la suerte; una suerte parcial, es cierto, pero sin duda suficiente, y que además han heredado mis hijas. Porque yo las he visto jugar tranquilas junto a un perro que les arrancaría la cabeza de un bocado y no he sentido pavor, quizá porque el pavor sea otra cosa, repito, acaso un bolsillo vacío, una mano llena de piedras o una araña que corre por el pasillo huyendo de no se sabe muy bien qué. A veces pienso que el terror es un hombre que se rinde o se convierte en un cobarde. La mayoría de las veces le digo a mi mujer que el miedo, como decía antes, tiene cuerpo de ciempiés y el rostro múltiple, pero a la vez idéntico, de un puñado de parados, en cola, derrotados. Aunque otras veces me pregunto si el terror no será algo mucho más parecido a esta sensación que nace de un interrogante a su manera también letal.

- Relato perteneciente a 50 pasos para dar el salto. Imagen de Gerd Arntz.

domingo, 14 de julio de 2013

Taro

Gerda Taro

Las noches insomnes dan para mucho. Hace poco, en una de ellas, escuché un tema de Alt-J que se llama Taro. No lo había escuchado nunca, pero al conocer el título pensé en Gerda Taro, la fotógrafa alemana que era compañera de Robert Capa. Busqué el vídeo y lo encontré subtitulado. Resulta que la canción narra la muerte del fotógrafo húngaro, que murió poco después de pisar una mina cuando seguía a una compañía francesa durante la Guerra de Indochina, en 1954.

El vídeo es una delicia. De hecho, tiene un punto etnográfico que tampoco desentona con la historia y que me recuerda a los documentales de antropología que ponían en la tele hace no mucho. Me refiero al programa Otros pueblos, cuyo archivo está aquí, y que parece van a reponer pronto, supongo que en La 2.

Gerda Taro, judía, escapó de Alemanía poco después de que los nazis tomaran el poder. Tras ser detenida, decidió salir del país. Fue en París donde conoció al húngaro, cuyo nombre real era Endre Ernö Friedmann, por entonces un fotógrafo con poco éxito. Él le enseñó oficio. Parece que inventaron el pseudónimo Capa con la intención de hacerle pasar por norteamericano y poder así colocar sus fotos con mayor facilidad en las revistas de la época, donde los fotoreportajes estaban muy bien pagados.

 Última foto de Robert Capa, poco antes de morir

Tras el comienzo de la Guerra Civil Española, la pareja decidió trasladarse al país, donde cubrieron varias batallas y bombardeos sobre la población civil. Ambos simpatizaron con el bando republicano. Fueron las fotos que Taro tomó de la Batalla de Brunete, las que le aportaron prestigio y le hicieron ganarse un nombre, eludiendo al fin la sombra de su propio compañero, que también realizaría en España parte de su mejor trabajo.

La muerte de la fotografa alemana fue, al igual de la de Capa, un desgraciado accidente. En julio del 37, durante un movimiento de tropas, cayó del estribo del coche del general Walter y fue atropellada por un tanque. Murió unas horas después. Fue enterrada en París como una heroína de guerra. 

Sabemos que la muerte de Gerda marcó profundamente a Capa, con el que había mantenido una relación tensa y no exenta de desencuentros, casi todos relacionados con su peculiar manera de entender el fotoperiodismo. No obstante, el fotógrafo húngaro continuó su periplo aventurero por los frentes de guerra de la II Guerra Mundial y la Guerra de Indochina, donde, como dijimos al principio, halló la muerte.

El prestigio de ambos no hace sino aumentar con el tiempo, convirtiéndose en mitos proclives a ser recreados una y mil veces, como en el vídeo de Alt-J. De hecho, el descubrimiento hace unos años de la famosa maleta mexicana ha favorecido que la leyenda crezca, llamando la atención de los miles y miles de visitantes que acudieron a las distintas exposiciones organizadas a los largo y ancho del mundo a raíz del hallazgo de los aproximadamente 4500 negativos que conforman el tesoro.

Precisamente por lo anterior, no creo que esta sea la última vez que hable de ellos aquí, o aquí.

domingo, 7 de julio de 2013

El temor del cielo

Las noticias alertan de la ola de calor. Vivo en una ciudad que se derrite. Pero abro un libro y siento escalofríos: es El temor del cielo, de Fleur Jaeggy. Un libro de relatos de títulos simples: Sin destino, Una esposa, La prometida, Los gemelos, La vieja vanidosa... Son solo un ejemplo.

Libros desordenados en cajas, entre la ropa y los zapatos, ocultos en los bolsillos de cazadoras viejas, durmiendo el sueño de los justos en cajones desesperados, casi nunca abiertos. Eso es una mudanza. Esconder el mundo en un trozo de casa antigua. Allí, perdido en un legajo de revistas viejas, encontré este libro, que no supe muy bien de dónde había salido. Al abrirlo, vi un sello de expurgo. Claro, ahora recuerdo... Sinceramente, no sé cómo se puede expurgar de una biblioteca pública un libro como este. No sé quién pudo tomar semejante decisión.

Hay una autora que desconocía. Se llama Fleur Jaeggy y escribe cuentos. En nuestro país se lee muy poco, esa es la verdad. Y menos aún libros de cuentos. Apenas si hay editoriales valientes que apuesten por el género. Yo, cuando encuentro un buen libro de relatos, lo celebro, y empiezo a ver con buenos ojos a la editorial que lo ha publicado. A partir de ahora, el catálogo de Tusquets gana puntos. Da la casualidad, que hace unos días leí un artículo sobre Beatriz de Moura, al fundadora del sello. Ese artículo, publicado en El País, se titula "Vivimos en un Fahrenheit 451". En cierto sentido, es lapidario.

Los cuentos fríos de Fleur Jaeggy. Me pregunto por qué en los países ricos se escribe tanto sobre la vejez. En El temor del cielo los personajes van en parejas. Viejos matrimonios o adolescentes que son viejos. Pueblos pequeños en los que todo el mundo sospecha, cementerios que parecen museos, gente que vuela por las ventanas. El temor del cielo recuerda que se puede escribir de otra manera, diciendo poco y dibujando sombras, pespunteando la trama con apenas cuatro o cinco descripciones atinadas, creando atmósferas que emergen lentamente en el relato, como una niebla densa, escribiendo claro y de forma inteligente.

Los siete relatos son buenos, pero el primero, Sin destino, merece una mención aparte. Reune todo lo anterior. Es un cuento perfecto. Ahora toca buscar todos sus libros. Algunos se han reeditado recientemente por sellos con olfato como Alpha Decay. Quizá este verano sea suyo, aunque también quiero leer todo lo que pueda de Joseph Roth. Los dos refrescan, y así ahorramos en aire acondicionado.

martes, 2 de julio de 2013

Mujer en la ventana


La memoria se agrieta. Veo a una mujer mirándome a decenas de metros de distancia. Me observa impasible y no apaga la luz. Ella no sabe que su mirada, lejos de incomodarme, me resulta familiar, acogedora, quizás como esos sueños que, muy de tarde en tarde, recordamos sin saber por qué, y de los que hablamos con los amigos.

Todavía está ahí. Una mujer, esa en concreto, me mira mientras fuma. No sé quién es, ni si se siente triste o contenta, o si, por el contrario, el suyo ha sido un día gris, de encefalograma emocional plano. Da igual, ella no importa. Es otra cosa; lo que su imagen arrastra sin quererlo hasta aquí. La memoria se agrieta. Me veo crujir, podrido, hecho pedazos entre medias de las ruinas de una ciudad perdida, quizás Nueva Gomorra. No sé, ya no recuerdo. Mi memoria se evapora sin remedio y ahora todo son sueños. Sueños sin raíces, grandilocuentes sueños, bagatelas.

- La imagen corresponde a Mujer en la ventana, de Josef Israels (1824-1911).