miércoles, 28 de agosto de 2013

Nada sano puede crecer sobre el olvido

Foto de J. García
Nada sano puede crecer sobre el olvido. La desmemoria es una epidemia galopante. Yo no quisiera olvidar. Escucho voces en la calle, justo al otro lado de la ventana. Hay un hombre que corre todos los días por esta misma calle, en plena madrugada. Le veo pasar. Ahora hay dos personas hablando en voz baja. No sé quiénes son. Escucho, casi susurran. Ellos ignoran que tras la pared hay un tipo que toma algunas notas sobre el olvido y que recuerda a un corredor nocturno que día tras día pasa por su calle mientras todo el mundo duerme y él escribe. El olvido, decía, esa enfermedad. Escribo para permanecer despierto. Por la noche, el silencio te aplasta contra el cuaderno; el silencio y la memoria. Me asomo a la ventana. Una pareja se besa. Sonrío. Ya nadie habla; pero yo escribo, aunque debería callar. Lombardo Duro: el salvaje que intenta / la belleza imposible / de la quietud suprema, / el vigor más extremo / del silencio y la nada.

viernes, 23 de agosto de 2013

Retorno



Lo primero que hizo al regresar a casa y no encontrarla allí, fue comprar un par de latas grandes de pintura para pintar la fachada. Luego, justo antes de empezar, sacó un cigarrillo y saludó sin ganas a uno de sus vecinos, que lo observaba de reojo mientras regaba las plantas de su jardín. Tendría trabajo para todo el día. Fue al garaje y sacó los plásticos viejos que ya había utilizado en otra ocasión para no manchar el suelo. Se quitó la camisa y diluyó la pintura con un poco de agua. Comenzó a pintar. Eran los primeros días de junio y en unas horas comenzó a hacer calor. Unos niños empezaron a jugar al fútbol en la calle y durante unos segundos los estuvo observando. Pensó en la vida que no tendría. Encendió el enésimo cigarro de la mañana y se concentró en lo que estaba haciendo. Llevaba más de cinco horas pintando y apenas si había acabado la mitad de la fachada. Empezó a tener hambre. Para no manchar de pintura el pasillo, entró en la cocina por la puerta de atrás y sacó de la nevera una lata de cerveza. Abrió un tarro de paté y cogió un par de rebanadas de pan de molde. Salió de la cocina y se sentó en el escalón, a la sombra de uno de los árboles del jardín trasero. Pensó en las decenas de veces que habían comido allí, apenas un bocado, sentados en aquel mismo escalón, antes de que le mandaran a la cárcel para cumplir condena por un delito antiguo. Se lavó las manos e hizo café. Se volvió a sentar en el mismo sitio. Le entraron ganas de dormir un rato, pero prefirió tomarse el café de un trago y reiniciar el trabajo. Aún le quedaba media fachada que pintar. Se puso manos a la obra. Siguió fumando. Otra de sus vecinas lo saludó al venir de trabajar. Le dio la impresión de que le había saludado con una expresión de pena en la mirada y apretó la brocha con un gesto de rabia. Luego se tranquilizó. Una hora antes de ponerse el sol, concluyó el trabajo. Se encendieron las luces anaranjadas de la calle y se lavó las manos con disolvente. Después entró en la cocina y cogió un paquete de cerveza. Se abrió una lata mientras retiraba los plásticos y los guardaba en el garaje. La fachada había quedado perfecta. Encendió el último cigarro y fumó de pie mientras observaba el resultado de todo un día de trabajo. En el vecindario las luces encendidas le recordaron que a esas horas todo el mundo estaba cenando. Sabía que no le quedaba nada en la nevera. Se bebió lo que quedaba de la cerveza y se abrió otra. Un coche tocó el claxon al pasar por su jardín y una mano anónima se asomó por la ventana del conductor para saludarlo. No reconoció el coche. Se miró las manos, ahora limpias y algo cansadas. Luego miró el césped del jardín. Todavía quedaba mucho por hacer.

- De 50 pasos para dar el salto...

lunes, 19 de agosto de 2013

Monedas

Jaime pegó un portazo y se fue de casa. No tenía nada planeado, pero a diferencia de sus amigos, hizo lo que había prometido una y mil veces, y una tarde cualquiera, después de mantener una fuerte pelea con sus padres, llenó la mochila con cuatro trapos y un par de libros, y se largó de casa. 

No sabía qué hacer, adónde ir o qué comer; solo tenía unas cuantas monedas en el bolsillo y apenas si le daban para el autobús. Fue a la taquilla y sacó el billete. Se compró un bocadillo y guardó unas monedas para cuando llegara a su primer destino. Se sentó en uno de los últimos asientos. El autobús se puso en marcha y al poco tiempo se hizo de noche. Cogió uno de sus libros e intentó leer. No pudo. Estaba tan nervioso que apenas si podía concentrarse. No paraba de pensar qué haría cuando llegara a la ciudad, dónde dormiría, qué desayunaría o en qué lugares buscaría empleo. Pensaba, pensaba... Y poco a poco se iba acercando a su destino. 

Había poca gente en el autobús: una mujer que parecía cansada y durmió todo el trayecto, un hombre mayor que leía el periódico, un joven de su edad y una pareja de enamorados que, entre besos y abrazos, no había parado de hablar en todo el viaje. Poca gente en el autobús, decíamos, pero todos despreocupados, contentos, sin duda, al ver aparecer en el valle las luces de la gran ciudad, de su gran ciudad. Las mismas luces que atemorizaron a Jaime, pues imaginó sus calles como un laberinto inabarcable donde sería fácil perderse de forma definitiva.

El autobús aparcó en el andén que le correspondía. Era casi media noche y el frío del invierno caía pesado sobre la estación de autobuses de la gran ciudad. Jaime entró por la puerta más cercana. A través de las ventanas, se veía descender una niebla fina que difuminaba suavemente la luz de las farolas. Con lágrimas en los ojos, contó las monedas que le quedaban. Fue a la cafetería y pidió un café con leche. Estaba solo. Algunos camareros barrían, otros veían con los brazos cruzados el último telediario de la jornada. Llamó por teléfono un par de veces, pero no había nadie en su casa. Seguramente le estarían buscando. Con un nudo en la garganta, recogió las monedas del teléfono público, se acercó a la taquilla y compró el billete de vuelta. Regresó con los bolsillos vacíos.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Caballos en la nieve


Una historia de caballos. Un historia típica de Cuentos negros. Recuerda Stalingrado, aquellos relatos de los soldados alemanes que, al borde de la inanición, mataban a sus caballos y se comían sus sesos. Una historia de caballos y de hombres que mueren congelados en medio de la estepa, apretujados, unos contra otros; cadáveres olvidados en las cunetas de la Historia, abandonados por los señores de la guerra, víctimas, al cabo, de su inocencia, de su credulidad estéril. Víctimas anónimas –decimos- pero también partícipes del crimen, actores irremplazables, ejecutores al dictado de la sinrazón no inocente de los titiriteros. 

Historias de caballos y de hombres. Y en el centro de una de ellas, un caballo agonizante junto a su jinete muerto, en las ruinas de una ciudad en llamas, durante los primeros días del crudo invierno de 1943. El animal se desangra por la herida de metralla que le ha perforado el cuello. Un grupo de soldados desesperados pasa muy cerca. Poco después de muerto, alguien dará cuenta de él.

sábado, 10 de agosto de 2013

Los escritores fríos


Stefan Zweig. Joseph Roth

Un futuro a medio camino entre los dos escritores. El hombre que jamás abjuró de su libertad interior. Y el beodo alegre. Hombres que amaban la vida, aun siendo conscientes del inmenso dolor que nos rodea al cabo. Dolor, fuera de la piel y dentro, sobre todo dentro. Lucidez y valentía, no ya para morir de alguna forma, sino para vivir conforme al guion que se dictaron. Dar testimonio es poco. Caminar según el mismo es lo que hicieron ambos. Eso ―lo pienso mientras leo su correspondencia― es lo que llamo estar de pie sobre este mundo, a pesar de tanto espanto y mugre.

Qué sabré yo, no obstante. Judíos perseguidos, hijos de la vieja Europa, capearon la tomenta de distinta forma; pero solo durante un tiempo. Naufragaron, claro que naufragaron. No pudo haber sido distinto.

Entonces sí, la palabra aceptación nos calma. El ovillo de los días rueda y nadie nos dice que trampas teje el azar con ese hilo. Si quedamos atrapados dentro de nuestro mismo traje, a quién echar la culpa. Solo hay una respuesta posible: a nosotros mismos. Fue ese su caso. Llevaron puesto un traje de identidad sin taras. Demasiado caro para los hijos de la feliz abulia. Demasiado estrecho para nuestro perfil cobarde.

martes, 6 de agosto de 2013

Perros


Hace unos días, tocó echar un rato de rastreo. Es algo que hago de cuando en cuando, sobre todo desde que un caradura hiciera pelas copiando en su web algunas entradas de tr(a)nshistoria sin mencionar su autoría. No lo hizo solo conmigo, desde luego, pero se estuvo abrochando un buen dinero con el curro de varios blogueros a los que nos gustan las ciencias sociales. El caso, como decía, es que hace unos días, tirando anzuelos por internet, me di cuenta de que habían musicado Me gustan los perros, un poema que escribí hace un par de años, en un programa de la Radio Pública de Ecuador. Hace unos meses, supe también que habían traducido el relato Biografía al italiano; otra rareza.

En realidad, yo no tengo perro ni lo he tenido nunca, pero me gustan mucho. La verdad es que no me creo con la autoridad suficiente como para tener uno, entre otras cosas porque seguro que no lo cuidaría bien. De todas formas, no lo descarto. Hace algunos veranos, encontré en Cazorla un perro pequeño, blanco, que parecía entenderme. Estaba tomando una cerveza en una plaza del pueblo y el perro se acercó sin miedo, como si me conociera de toda la vida. Se tumbo a mi lado y no dio un ruido. Pensé que no me importaría tener un perro así. Seguro que le recitaría poemas y le pasaría textos para que les echara un vistazo. Nos compraríamos libros a medias... No, ya en serio, quizá más adelante (como tantas otras cosas).

La verdad es que ese poema ha tenido un recorrido que ni siquiera yo esperaba. Estoy seguro de que empezó a moverse cuando lo colgó un amigo, que es un auténtico encantados de perros, en su página web: Perruneando.

Hace unos días, montando el primer número del fanzine COTARRO, volví al tema de los perros. De hecho, en una de sus secciones incluí un texto al que accedí leyendo la revista Nada, una bitácora nihilista con ya cierta solera. El artículo, muy breve, se llama La secta del perro: los primeros antisistema, y está relacionado con los cínicos, el movimiento filosófico liderado Diógenes de Sinope. De hecho, el cuadro que acompaña este post, pintado en Jean-Léon Gérôme en 1860, lo representa así, rodeado de perros. A mí me gusta mucho.

sábado, 3 de agosto de 2013

Pespunteando personajes (II)



Aquí está el personaje. Lleva pantalones vaqueros y una camiseta blanca. Vive en un poblado de caravanas. Está solo y tiene un perro sin nombre. Trabaja descargando camiones de ganado y lee novelas de Julio Verne. En la noche, cuando se escuchan los grillos, nuestro personaje sale de su caravana, se sienta en un viejo sillón y fuma a la luz de una bombilla de escasa potencia. De vez en cuando, toca la guitarra; melodías tristes que aprendió de joven. A lo lejos se divisa una autopista. Detrás, el mar. El personaje ha encontrado su sitio. Un lugar construido sobre el silencio. No piensa en el futuro. Ya superó el pasado. Solo habita en un presente áspero y ancho, como un erial. El personaje ha de contemplarse desde la distancia. Es imposible leerlo cerca. Hay que dejarlo en paz. A ciencia cierta, sería un personaje incapaz de soportar un libro. No querría que escribieran de él. Tú quieres mantenerlo lejos. Le has visto. Quisieras invitarle a compartir una botella de bourbon, aunque no te guste. Sí, claro que le has visto. Escuchaste aquella melodía en sueños.