viernes, 22 de noviembre de 2013

Estírate y espera


El personaje llega a casa con los pies destrozados. El día fue duro. Tira la chaqueta en la cama. Una racha de viento golpea las ventanas del salón. Toda la noche por delante... Enciende el equipo de música y se sube las mangas. Friega los platos con la mirada perdida en el sueño de esa mañana. La espuma se escurre y las macetas florecen. Quisiera cobijarse en esa sensación de paz. Entonces recuerda de qué iba esa letra... Siempre le sorprendió esa extraña forma de conectar con su inconsciente. Preguntas sin contestar, y ya no hay miedo.

Otra vez en el salón, sube las ventanas y mira hacia arriba. Las nubes le impiden ver el cielo estrellado. Debajo, justo en la esquina, una mujer se abrocha el último botón de su chaqueta negra y se da prisa. El personaje sonríe. Se da la vuelta y busca el cuaderno. Hace poco que leyó el libro de Carver. Ya no sabe si ha sido la cuarta o quinta vez... Se orilla en el sofá y cruza las piernas. Recuerda el vestido rojo. "Tendida en el suelo como un charco de sangre". Ya no piensa en las hormigas sino en aquel otro poema que habla de la noche en el desierto y el fulgor de la palmera ardiente. 

Poco después ya escribe. Son las tres de la mañana y se cubre con una manta. Su cuento se arremolina entre sueños y el rastro de una canción que le hace recordar la brillantez de sus derrotas. Si pudiera, si por una vez pudiera plantarse en un instante, diría este es el momento, este es el aquí. Ignora el peso de la historia fallida. Hay que morir mil veces. Lo importante es no perder de vista el fuego. 

Raymond Carver, desahuciado por los médicos, siguió escribiendo hasta sus últimos días. Tuvo diez años de regalo. De la mano de su segunda mujer, dejó la bebida y se recorrió el mundo. Plantó rosas e hizo las paces con sus hijos. Compuso sus mejores poemas. Murió feliz. Su último texto, a pesar de su crudeza, da cuenta de una vida bien vivida, ancha y honda, como un océano en calma.

El personaje lo aprendió leyéndole hasta la saciedad. Sabe que es alguien más que un poeta... Carver, no él. Toda la noche por delante, repite para sí. El viento sigue golpeando las ventanas. El personaje te mira. Quisieras imitarle y Carver te ayuda. Sigue.  

domingo, 10 de noviembre de 2013

Sueños luxemburguistas


51. Soñé con el momento en el que Rosa Luxemburgo ponía el último punto de El orden reina en Berlín, el texto que escribió la noche antes de morir a culatazos, la noche antes de que su cuerpo fuera arrojado al río, la noche antes de que pasara a convertirse en la musa-mártir de los situacionistas y los fuegos de París ardieran con la mecha de sus palabras.

martes, 5 de noviembre de 2013

Puertas, cuadernos y ropa tendida

Mujer planchando, de Pablo Picasso
Lo mira por el hueco de la puerta. Literatura. 

El personaje está allí. Ella da vueltas. Limpia la mesa y friega los platos. Da un portazo que ni siquiera sabe bien interpretar. El personaje baja la cabeza. La página a medias. Al otro lado de la pared, los gritos de siempre, la violencia implícita de ese cerrojazo que, todos las tardes, abre la puerta al llanto. Los niños no han llegado todavía. Él cierra la puerta. Su mujer enciende la radio y masculla una plegaria. No perder. No callarse. No ablandarse. No decepcionar. 

Lo mira por el hueco de la puerta. Falta poco para que el frío regrese. El que se llama escritor aduce una razón perfecta para evadirse por un instante de su quehacer diario. Al otro al lado, el personaje imperfecto, el argumento.

El otro está allí. Ella da vueltas. El peso de su precondición salvaje. No domesticarse. No claudicar. Banderas de guerra en pie. Él sigue escribiendo. La historia no acaba y a veces le ahoga. Le gustaría abrazarla hasta partirla en dos, besarla hasta quedarse sin aire, pegar otro portazo y marcharse de una vez por todas. Se dicen -él primero y ella después- que no saben cuándo se prefiguró el desastre, cuándo se estuvo a tiempo de salvar la ropa y minimizar la pérdida. No, claro que no saben la respuesta. La noche es larga y en ese invierno llueve por primera vez. El frío se cuela por la ventana mal cerrada del salón. 

El otro, el que se llama escritor, cierra la puerta después del cuaderno. Qué demonios quiere contar con esa historia fragmentaria y seca... Sale a la calle con el ánimo tibio. Desea pasear un poco. Está desierta. Son las 23:58 y un coche de policía se detiene junto a él. Nada cambia, se dice. Aplaca su inquietud pelando el argumento. Se queda solo. El semáforo se pone en verde. Camina con las manos en los bolsillos y el cuello subido. Sin saber por qué, se siente feliz.