martes, 25 de marzo de 2014

Narrativas no tan fantásticas


En aquellos años la bola de fuego no rodaba tan rápido. No había tantas cosas que hacer y el calendario apenas si apretaba. Cada mañana me montaba en el autobús, pasaba siete horas en el instituto, regresaba a casa y después de comer, me ponía a escribir. Lo hacía con una Olivetti que mis padres le habían regalado a mi hermana mayor. Se atascaba constantemente y al carrete apenas si le quedaba tinta, pero a mí me encantaba utilizarla. Por aquel tiempo escribía una novela de lo que hoy llaman narrativa fantástica. Se llamaba La alianza del metal y también la dejé a medias. Sé quedó en la página noventa y siete. Estuve trabajando en ella un par de años. Recuerdo que durante las clases solía apuntar en un cuaderno rojo ideas para darle continuidad a la historia. También inventaba personajes o dibujaba mapas. Mi amigo Javi me miraba de reojo y me daba un codazo de vez en cuando, como diciendo que dejara de hacer el payaso; pero nunca le hacía caso. Mi apuntes eran de risa. 

Los días pasaban volando. Mientras yo permanecía encerrado en mi habitación, mis padres parecían salir del agujero. Aquellos fueron buenos años. Mis hermanas seguían trabajando duro en el taller de confección, pero ya intuían que les quedaba poco para escapar de allí; cada una lo hizo a su manera, desde luego, pero las dos tuvieron que renunciar a mucho. Darme cuenta de ello fue muy importante. Crecí junto a ese espejo y aposté por no esquivar los palos. Por aquel entonces, no sabía lo que había detrás. 

La vida de mi familia era lo que quedaba fuera de los muros de mi habitación. Dentro, el chaval de diecisiete años que yo era entonces, intentaba escribir ―como decía al principio― su primera novela fantástica. Los años se sucedían, mes tras mes, con cierta intrascendencia; parecía que todos mis problemas se evaporaban por el hueco de la ficción. La literatura hacía que todo pasara rápido, que todo doliera menos. Pedía ayuda a través de los gritos de un personaje. Aprendí a contener la pena en los límites de la piel propia y eso, en cierta forma, me hizo más libre, aun pagando un precio quizás demasiado alto. La ficción me condenó al mutismo y hay historias que no deberían callarse. Así se fue llenando el pozo.

Soy consciente de quizá en aquellos años me aislé demasiado. También sé que a veces la imaginación se convierte en una cárcel que uno mismo elige y decora a su antojo. Quizá por todo esto nunca supe comunicarme bien con la gente que quiero… Por eso malinterpreté muchos consejos. Me construí en oposición a casi todos y aposté por un camino para el que tal vez nunca se acabe de estar preparado. Escribir, pasar tu vida enganchado a tu imaginación, es una determinación muy seria, porque, en cierta forma, la literatura nos aparta de los demás, y la soledad no es cosa de broma. 

Hoy en día no me arrepiento de nada. Rememoro aquellos años desde la nostalgia, pero sé que no he perdido demasiado. El camino es largo y siempre será más interesante elegir la ruta agreste, que a veces ni siquiera es la más dura. Mi senda atraviesa la jungla. Yo digo lo que escribió un día Patti Smith: «mi imaginación es tan densa que debo usar machete». 

Sé que escribo estas palabras con el ánimo de recomponer el puzle imposible de la memoria. Ya no hay vuelta atrás, pero quizá con este texto pueda poner en orden ciertos recuerdos que ahora, cuando ha pasado tanto, regresan sin pedir permiso. No sé; probablemente quiera decir lo que no pude decir entonces, dar explicaciones o justificar tanto mutismo. Da igual. Tengo la sensación de que este texto es lo más disparatado que he escrito en mucho tiempo. 

Todavía conservo aquella novela que dejé a medias. La dejé arrumbada en un archivador viejo. Ya no  me persigue la necesidad de acabarla. He comprendido que hay cosas que debieron ser hechas a su tiempo y que ya no tiene sentido volver sobre ello. Nos pasa a todos: cada uno cree haberse dejado media vida por el camino, pero hay que aprender a olvidar. No queda otra. La vida es demasiado larga como para llevar todos nuestros fracasos a cuestas.

Diciembre, 2010

domingo, 16 de marzo de 2014

La economía del don: Máscara, de Stanislaw Lem (1)


Mis amigos llaman a la puerta. Unos traen tarta, otros café. La mayoría me saben bien provisto de cerveza. Algunos traen vino. Tenemos una excusa para celebrar. Hoy voy a hablar de regalos.

La economía del don, así lo llamaremos. En antropología económica es un concepto fundamental. Alude a los sistemas económicos y políticos cimentados en el intercambio cooperativo de regalos y presentes; un sistema en absoluto inocente que, en la práctica, conlleva la estimulación de los recursos propios y la visibilización de las jerarquías y los vínculos solidarios de carácter horizontal.

EL TIEMPO

El día se ha gastado y aún no has vuelto a casa. Coges el autobús deseando llegar. No ha parado de llover desde hace una semana. Repasas mientras tanto la libreta donde apuntas las tareas pendientes. No sabes ni cómo has llegado allí. Deseas, una vez más, fugarte, dejarte solo en esa vieja casa que, sin embargo, te está brindando tantas alegrías. 

Cuando bajas del autobús, les ves abrir los paraguas. Se abren como hongos a cámara rápida. Probablemente ninguno de ellos sea venenoso. Si te pusieras a escribir en ese instante, podrías intoxicarte. Llegas a casa y abres la puerta pensando en la nevera. Caminas unos pasos y miras de reojo al buzón. Hay un paquete. Lo abres y sacas un libro. Es de L. Sonríes de oreja a oreja. Ya tienes para cenar.

EL LIBRO

He comprado muchos libros de Stanislaw Lem. Los he comprado después de leer una joya llamada Vacío perfecto. Biblioteca del Siglo XXI. Pues sí, después de leer esa especie de ensayo-ficción, empecé a buscar sus libros en librerías de viejo. De hecho, hacía poco que Rafa, el librero de Mimo, se había hecho con una biblioteca que atesoraba un montón de títulos de la mítica editorial Bruguera. Eso me ha permitido ir comprando poco a poco varias obras de ciencia ficción del autor polaco, del que -todo hay decirlo- lo desconocía todo hace apenas un par de años. No obstante, ahora le daré prioridad a Máscara. La edición de Impedimenta es deliciosa. 

LA MANO

No confío en los cables. Confío en el morado de la piel tras apretarla o darle un bocado. Confío en la reacción del cuerpo ante el calor ajeno, en las ganas de abrazar y dar cariño, en las ganas de amar sin medias tintas ni palabrería. Confío en todo aquello que nos ha hecho viejos. De todas formas, detrás de las palabras, detrás del texto, los libros, la afinidad, puede ocultarse algo que, al menos tú, no esperabas encontrar. La amistad va más allá del don.

La mano que compra el libro apenas si tiene un duro. Se gana la vida de mil maneras y es una valiente. Cuando está triste tengo ganas de arrasar con todo y abrazarla hasta partirla (o casi). La mano que mete el libro en un sobre acolchado está manchada de mancharse y de vez en cuando se vuelve descreída. Yo también. La mano que abre el sobre, sin embargo, sabe que al escribir esas palabras hay un gesto de confianza que nos hace intuir la pasión de lo inconsciente. Dar y recibir, ese es el trato. Libros que se cruzan. Su presencia a cada tanto. Muy pronto os iréis de viaje. 

jueves, 6 de marzo de 2014

Un ovillo en la garganta

i

El personaje quiere decir, quiere contar, pero al final guarda silencio. Hace días que no sale el sol y mientras barre, mira por la ventana. La niebla se cierne sobre las casas del monte. No hay gente en el bar de abajo y todavía no llueve. Se pregunta si eso fue todo.

Poco después, en la cocina, friega los platos con el cuerpo en otra parte. Literalmente, no está. El dolor de tripas es algo en lo que cae de tarde en tarde. Se trata, pues, de una sensación vaga, más difícil de identificar y, por tanto, mucho más turbia. El dolor es otra cosa. El dolor es limpio y cristalino, como los ojos de los pájaros, como el agua de un pozo olvidado a las afueras de una vieja aldea.

El personaje acepta, esta vez sí, una llamada. Discute con ella por un asunto menor. Ni una voz más alta que otra. Todo en su justa medida: el monocorde tono aséptico de los que no quieren mancharse. También aquí, la cobardía. También aquí, la pena como una bola de cañón entre los dientes.

ii

No, por mucho tiempo que permanezca bajo la ducha, no cesará la angustia. Tampoco extinguirá el dolor salir a caminar durante horas. Todo es más pesado. Todo es más urgente. Aquí no valen las recetas de los libros de autoayuda ni la miserable lección de los sepultureros. 

Cuando vuelve a casa, la noche le desploma sin apenas advertirlo. Lúcidamente, y ahora por primera vez, valora en su medida cuál ha sido la dimensión del daño. La sequía ha cuarteado su identidad y ahora todo son grietas. Nada sano puede crecer ahí. 

Al tirarse en la cama, se hace un ovillo y mira el reloj. Esa es su única certeza ahora. La vieja cicatriz custodia la lección de la supervivencia. Nada es tan grave. De madrugada, y tras el vértigo, el personaje cae rendido finalmente. Esa mañana, le hubiera gustado recordar el sueño. De hecho, despierta con un sabor nuevo en la boca, que no mitiga la náusea, pero, eso sí, le hace sonreír unos instantes. Por ahí se empieza.