sábado, 10 de mayo de 2014

Secta



La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres 
viejos que largamente se ocultaban en las letrinas.

Jorge Luis BORGES

Yo no les vi jamás ocultarse en ningún sitio. Más bien se diría que su obsesión era pasar desapercibidos. Os cuento. En aquellos años yo era un joven desesperanzado más. Trabajaba a media jornada en una biblioteca minúscula donde algunos habíamos encontrado trabajo gracias a una de aquellas milagrosas bolsas de trabajo. Precariedad, claro, pero no nos vayamos por las ramas… El caso es que de vez en cuando yo les veía pasarse una tarde entera entre las estanterías. Sacaban varios libros y desparecían sin mediar palabra. Eran tipos raros y nadie les conocía. Yo diría que ni tan siquiera eran de la ciudad. Lo interesante del asunto es que siempre sacaban en préstamo libros de temas utopistas o antiutopistas. Se ve que para ellos era más o menos lo mismo, o tal vez había una lógica parecida a la de las dos caras de la misma moneda, o qué se yo… El caso es que los miembros de la secta se llevaban de la biblioteca los mismos libros. Eran ejemplares que no parábamos de comprar y que día tras día desaparecían de nuestras estanterías. Un día, aprovechando mi presencia en un congreso de bibliotecarios, busqué después de una conferencia al Mago de Oz, el maestro bibliotecario que controlaba el catálogo centralizado de la red de bibliotecas estatal a la que pertenecía la mía. Lo encontré en un bar cercano al palacio de congresos donde se celebraba el evento. Leía los periódicos del día y tomaba un café con leche que acompañaba con tres o cuatro paquetes de donuts. Le presenté mis respetos y sin demasiada demora le comenté el caso. Fue entonces cuando me habló de la secta. Según él, se trataba de un grupo de fanáticos bibliófilos seguidores de algún tipo de ideario confusionista cuya piedra fundacional sería la destrucción paulatina y sistemática de toda la literatura utopista existente. Solían cambiar de identidad con frecuencia y circulaban con carnés de biblioteca falsos con los que sacaban una y otra vez los mismos libros. Regularmente también cambiaban de ciudad. Eran unos tipos raros, pero nada peligrosos, me dijo el Mago de Oz. Después de aquella explicación, lo dejé desayunar tranquilo y regresé al congreso con la secreta satisfacción de saberme poseedor de un gran secreto que, al menos por mi parte, jamás sería profanado. Durante el trayecto de regreso a casa, pensé en la próxima vez en la que me encontraría con uno de ellos. Y también imaginé la cara que pondría el individuo en cuestión cuando, al repasar en su casa el recibo de préstamo que le había facilitado yo, descubriera el mensaje, fácilmente descifrable, con el que le anunciaba mi intención de convertirme en uno de sus neófitos.

- De Cuento y aparte.

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