viernes, 17 de octubre de 2014

De Madrid a Kobane: una vez más, ¡no pasarán!


Empiezo este artículo desde la incertidumbre. Para cuando se haya publicado, quizá dentro de una semana, tal vez haya caído Kobane. O quizás no. Es lo que espero. Mientras tanto, yo, como tantos otros, aguardamos en la frontera sin saber cómo ayudar, mirándonos en el espejo de la historia sin saber si ahora, al menos ahora, se nos está permitido imaginar una victoria que, a día de hoy, nos sigue pareciendo lejana.

En el imaginario, como no, las trincheras de la Ciudad Universitaria en el Madrid del 36 o la increíble resistencia que ofrecieron los soviéticos en Stalingrado, aquel invierno en el que el mundo parecía claudicar bajo la bota de la Wehrmacht. Ahora, digo, los ecos de aquellas otras luchas remanecen en la conciencia del momento en que se vive y no quisiéramos que, acaso por inacción, acabara claudicando la esperanza. No cometeremos el error de silenciar nuestros anhelos pensando que haremos demasiado poco. Menos es nada y ese menos, ya es importante.

Más de un mes llevan los kurdos resistiendo la ofensiva del Estado Islámico. Rodeados casi al completo, desabastecidos de armas y con la frontera turca cerrada, las milicias kurdas, los hombres y mujeres de las YPG/YPJ, combaten calle a calle, palmo a palmo, por defender Kobane de las garras del fanatismo islámico; una ciudad que, como toda la Rojava, quiere vivir libre de tiranos de todo pelaje. Por eso estamos con ellos.

Esta no es una batalla geoestratégica más. Ya sabemos que EEUU no considera prioritaria la defensa de Kobane y que Turquía hace oídos sordos a las peticiones que reclaman que abra su frontera para dejar pasar a los kurdos que quieren sumarse a la resistencia. Pero también sabemos por qué miran para otro lado. Lo ha dejado bien claro el antropólogo David Graeber en un artículo de reciente publicación. Quieren acabar con Kobane porque es el ejemplo de que es posible organizarse de manera autogestionaria; y eso, hoy por hoy, sigue siendo demasiado peligroso para el poder, lleve la máscara que lleve.

Por eso celebramos cada día que pasa sin que la ciudad haya caído en manos de ISIS. Por eso, y porque ―mal que nos pese― la encomiable resistencia de las gentes de Kobane ha conseguido que, al menos por esta vez, un importante sector de la opinión pública haya tenido la oportunidad de conocer una experiencia real, con sus luces y sombras, de autogestión política y económica generalizada. Y todo ello en una vasta región que, hasta hace bien poco, permanecía fuera del foco de la atención mediática. Sea por lo que fuere, solo podemos desear que la ciudad resista y logre sobreponerse al trauma. Al fin y al cabo, su futuro también es el nuestro: autogestión o tiranía, libertad o represión; esa es la lucha. Que no pasen pues.

- Este es mi segundo artículo publicado en el Murray Magazine.

lunes, 13 de octubre de 2014

563


No hay nadie en la playa. Nosotros regresamos corriendo. No hay nadie. Nadie. Es como si estuviera vacío, también, el hostal. Pienso en Detroit. L no habla: sueña y comienza a temblar, delira, la fiebre le come la cabeza como una mantis hambrienta.

Ya dentro de nuestra pequeña habitación, cierro las ventanas para no ver la lluvia. Enciendo un viejo calefactor y le seco el pelo. Dice que soy su hermano mayor. Tenemos una forma de querernos que se me antoja hexagonal. Tiene los ojos velados por el rastro de la enfermedad. Pero ella es fuerte, mucho más que yo.

Traigo mantas y ropa seca para los dos. Estamos cansados y ya es de noche. Pesa, extraña, la pena del pasado sobre nuestra espalda de niños poetas, poco acostumbrados al tenue calor de la renuncia. Pena, claro, y un sabor a hierba fresca en la boca. Fue la que arrancamos en la ruta de contrabando que tomamos para huir de nuestros propios fantasmas, de nuestros propios carceleros.

Al poco tiempo, ella empieza a soñar. Se da la vuelta y me mira sin mirarme. Balbucea cuatro palabras sobre el nicho 563. Sí, ya lo sé, estuvo allí enterrado. Allí dormimos cinco años junto a él. Nuestra historia, querida L, la tuya y la mía, cinco años, hueso sobre hueso, junto a él, junto a su cuerpo, infectado de derrota y carcomido por los gusanos que comieron de la flor de la morfina.

Poco más. Luego me quedé dormido. Y el que soñó fui yo. Soñé con la perra preñada que apedreamos sin clemencia aquel domingo que nos quedamos solos. Soñé con las mujeres que cruzaron la frontera por la carretera de la costa y con los niños que vieron la luz después de atravesar el túnel. Soñé con la playa helada donde habíamos contraido la enfermedad de la memoria. Soñé con la extinción de los secretos y la resurrección de los héroes inesperados.

Y luego desperté, bañado de un sudor liviano, cálido y limpio, como una mortaja. Pero tú estabas allí. Y a tu lado, mirándome curioso por encima de tu hombro, él, el hijo de Europa, ahora travieso, observando a su hermano enfermo, a su hijo enfermo, a su padre enfermo, al otro, una vez más, tocado por la mano del pavor, sumido en una confusión febril y compasiva.

Pero perdiste el miedo. Todo irá bien, eso fue lo que dijiste.