lunes, 27 de enero de 2014

Ley


De pie sobre las ruinas. Entre las grietas, brota la hierba ya. No lo aprendiste solo... Por la mañana, se impone la luz. Va más allá del sol. Primero un pie. Primero un pie... Y luego el otro. Ya sabes, es fácil. No tengas miedo a caerte veinte veces. La ceniza de los ojos se va con agua limpia. Tienes polvo en la boca. Dejar de luchar es empezar a morir. Es ley de vida. Te dijeron que también es ley de muerte.

sábado, 25 de enero de 2014

Ya no le vi. Se fue perdiendo


Ya no le vi. Se fue perdiendo.

La última vez lo encontré en la biblioteca. Yo me escondí. No me atreví a saludarle. Le vi rebuscar libros en la sección de poesía. Tenía poco dinero, era normal. Supe qué libros estaba hojeando. Releía mucho. Me escondí detrás de una estantería cercana y le vi echar mano de un libro de pasta negra con las letras rojas. Sé cuál era; una antología de George Trakl. Le gustaba ese poeta. No sé por qué. Quizá no tanto por su biografía alucinante, ni por su doloroso final, sino por la cruda parquedad de sus poemas. Lo habíamos leído juntos.

Recuerdo una vez. Él había llegado molido del trabajo. Eran las tres o cuatro de la madrugada y yo estaba durmiendo en el sofá. No lo recuerdo bien, pero por aquel entonces estaba cerrando El libro del estómago y dormía bastante mal. Los dos dormíamos mal. Era invierno y llovía con fuerza. Hicimos el amor sin mirarnos a la cara. Tenía en la piel la marca de la pena y me abrazaba como si hubiera escapado de una tormenta. Lo sé, claro que lo sé... En aquel momento la muerte aparecía en su reflejo como un testigo ciego. Su silencio era tan impenetrable... Después nos duchamos con agua casi hirviendo y nos tiramos en el suelo del salón, sobre la alfombra. Presentíamos que la noche se haría larga. Entonces Trakl. Sacó ese libro, lo abrió por la mitad. Recitó un poema como quien reza una oración y supe que estaba cruzando los dedos, rogando suerte, pidiendo perdón, aunque no sé a quién. Sentí miedo... Lo supe. Que se estaba yendo ya, que no iba nunca a comprender que veía detrás de esa ventana por donde se colaban todos esos fantasmas.

Trakl es un nombre. Él también tiene. Nunca pensé que aquella sería la última vez que le viera. Salió con dos o tres libros y el gesto rehecho de quien escapó de un trance. No sé qué le pasaba... Pensé seguirle por la calle durante un tiempo, pero temí encontrarme con él de frente. Si hubiera sabido que le íbamos a perder el rastro, hubiera corrido detrás de él. Lo siento tanto... Da igual. No sé por qué le echo de menos. Yo no podía vivir con él. Me hubiera gustado aprender su lenguaje; el lenguaje de su cuerpo, de sus gestos, de sus silencios. Tal vez así hubiera podido interpretar aquellos poemas que encerraban tantos secretos. 

lunes, 20 de enero de 2014

Hijos de ciegos


i

Sale en los sueños. Vuelve, no se va. Es imposible olvidar el ojo, el triángulo, el lunar y aquella curva somnolienta justo en el centro de su espalda. También ahí, en aquel bar. Podría ser ese, aunque podría ser otro. Frío. Viento. Lluvia. Las puertas se abren y huele a refugio. Hay gente. Debería preguntarle si fue este... Estaba demasiado borracho entonces como para acordarme ahora; pero no se pueden olvidar los vasos vacíos sobre la barra, la elegancia del gesto, la tibieza de la marca de sus bragas negras y su olor a cansancio. Siempre ese olor. Se apaga la luz. Ahora lo sé. Sí que es el sitio. Y ahora la pena.

ii

Estoy cansado de la espera. Todo el mundo mira y nadie baila. Ella sí. La música es apenas un ronroneo. La luz se apaga a cada tanto y se oyen los roces. La oscuridad nos vuelve ciegos. Heredo el tiempo del que aguarda y ya no sé ni comportarme. Los vasos se vacían al tiempo que el recuerdo se abate sobre el silencio amigo. Ciego. Mudo. Tan solo el tacto esquivo de su pelo consigue sacudirme de repente. Estoy perdido, pienso. Tengo ganas de dormir, digo. Salimos a la calle y la helada nos golpea el rostro. Después la carretera, las horas que vendrán tras el cristal. Libros y tiempo. Tiempo y memoria. Dicen que va a nevar.

iii

Me prestan Subte. Otra novela de Rafael Pinedo. Me lo dejan sabiendo que el escritor me gusta. Hablo del libro: el escenario es todavía más estrecho; túneles de metro, pozos sin luz, hombres y mujeres que viven a ciegas, enterrados bajo el asfalto, tan solo supervivientes. La novela se agita, me hace recordar aquello del gusano en la noche inacabable, lo de los sueños rojos. Un mundo a ciegas donde todo es oscuridad. Perros y hombres atrapados en las tripas de un mundo cadáver. Esa es la pesadilla, pienso. Precisamente ese es el lugar del que hay que huir. Tachas la frase nació con la mirada hecha ceniza. Te lo has leído de un tirón (el viaje ha sido largo).

iv

Oscuridad y ceguera. Estiras las manos. Quieres tocar. Deseas que la venda en los ojos te sirva para sentir más. Deambulas a tientas. Tienes los verbos sucios. Sueñas con que la noche te haga descubrirte otro; otro mejor y otro más justo. No herir a nadie. No tener miedo a golpearse la cabeza una y mil veces. Huir de la elección de los cobardes y tomarle el pulso a la partida. No hacer lo que ella hizo. Ver en lo negro el contorno de lo más negro todavía. No tener miedo a descender más hondo. Piensa en el libro. Tiene la fuerza de convocar un pensamiento firme, una idea salvaje. Huir no es la palabra. Y prosperar tampoco. La forma del mensaje se dibuja en tu conciencia. Toca mirar con cinco letras.

v 

La oscuridad. Los apagones de Nueva York. Recuerda aquel artículo sobre el de 1961. No hubo robos, ni incendios ni pillajes. La gente se dedicó a follar. Al año siguiente, nacieron muchos más niños. Pequeños neoyorkinos hijos de padres ciegos. Hijos benditos de la oscuridad. Neonatos de un mundo que, a cada tanto, debería apagarse. Tal vez así sabríamos el peso del aquí y ahora. Tal vez así tendríamos conciencia del precio del presente y escucharíamos mejor la música del baile. Necesitamos, todos, un apagón y cuenta nueva. Ahora veo con otros ojos. Da menos miedo el cero.

* La fotografía viene de aquí.

sábado, 11 de enero de 2014

Perseverar


Todo en silencio. Abro un espacio para dedicarle un tiempo a este cuaderno de notas que he tenido abandonado varias semanas. Ayer hablaba con J. de la necesidad de estar a solas. A ella también le preocupa a dónde nos lleva toda esta obsesión por la comunicación constante. Nadie lo sabe bien, pero es evidente que las redes sociales, las nuevas tecnologías y los medios de comunicación de masas han intoxicado nuestra manera de ser y estar; es como si solo importara la contingencia, como si solo fuéramos capaces de balbucear palabras sordas. Ya no hay escucha. Tampoco hay tiempo y se exige premura. Da igual lo que digas. Lo importante es que lo hagas rápido y que seas realmente ocurrente, original. Es enfermizo. El canal está infectado de autorreferencialidad y publicidad engañosa. Estamos perdiendo, además, nuestra capacidad para mantener la concentración en un solo ejercicio. Nuestra manera de leer ha cambiado radicalmente. Exigimos historias ligeras, que nos entretengan y nos entimulen de una forma simple, se diría que desde las tripas; nos gustan los cuentos que provocan una autoimagen cómplice, de seriedad sofisticada o inutilidad soberbia. Digerimos el espanto con una obscenidad insultante. Es como si ya no tuviéramos tiempo para descansar del trabajo o de la falta del mismo, de esa ociosidad suicida y vacía que nos conquista a través de las pantallas y la fibra óptica. Por eso regreso aquí, a este cuaderno: para demostrarme que aún puedo permanecer atento a lo que de verdad (me) importa. Esta noche al menos, lo he conseguido. Mañana habrá que sostener el impulso. Quizá de eso se trate. Le quito el polvo al viejo infinitivo y lo hago mío. Se trata precisamente de eso. Tengo que perseverar.  

sábado, 4 de enero de 2014

La belleza no es un lugar donde van a parar los cobardes


Pues claro; una vez más, de pie sobre un montón de ruinas.

2013 knock out.

El viento de estos días se lleva el polvo. Se descubren los huesos. Si no me repugnara tanto eso de volver a empezar, vestir todo de nuevo, olvidarse de los malos ratos...

2014 es un perro abandonado en la cuneta.

El lector se agita como un gusano sobre el sofá. Lee. El libro empieza con lo que a él se le antoja un niño metido en un pozo. Desde arriba le escupen. Desde arriba se preparan para echar tierra en el pozo y callar la voz del niño que no era. Hablo de Plop.

La madrugada vela los sueños de regeneración. De fondo, un canal de dibujos animados con el volumen apagado. Sobre la mesa, varios cuadernos. Notas sobre la sinrazón de los consensos. Notas sobre la evolución de un personaje. Notas sobre las máscaras de la traición. Notas sobre propósitos incumplidos y libros a medias. Notas sobre la Banda de los Cuatro y los jemeres rojos. Notas sobre las ganas de vivir, Antonio Gamoneda y eso que llamas «dinamita existencial».

La noche avanza. El libro crece. Hace mucho tiempo que se fueron los feriantes. Entre esas cuatro paredes, nada que celebrar (o acaso nada visible). El libro se hace ancho. El lector se agita como un gusano. Es una incomodidad buscada. A las 6 de la mañana sigue sin tener sueño. Le quedan 50 páginas. Una historia distópica, fuera de todo, apenas con unas cuantas referencias al mundo real. Una historia, piensas, de cazadores-recolectores, jefes y brujos, violencia, poder y clanes en lucha. Un libro de antropología ficción.

Cuando amanece, te encuentras -quizá como otras veces- lamentando el pasado, los años muertos. Te agitas con angustia. La historia te contamina y piensas que nunca fue tan caro jugar a las muñecas. Te tanteas la lengua. Tienes espinas. El libro se acaba y entra la luz por las ventanas del salón. Unas cuantas campanadas te recuerdan que sigues aquí, que el mundo es grande, ancho y antiguo, y que la vida seguirá por mucho tiempo festejando su inocencia, su falta de crueldad. La malicia es una invención humana.

Sabes, por supuesto, que has leído el mejor libro del año, pero lo ignoras premeditadamente. No quieres ubicarlo en una lista. El libro, ese también, te acompaña en el desastre y sientes que poco se puede recuperar de los escombros. De pie sobre las ruinas, te sabes solo. No es nada romántico. Es una sensación que aplasta y moldea tu mirada, cada vez más descreída, menos imperativa y mucho más silente. Nada que decir, nada que escribir. Eres un mago enfermo. Te sacas de la boca una palabra de esperanza y ya no sabes ni a qué huelen los dientes. Si naciste para pelear, fue extraña desde siempre esta batalla. 

Tienes la cita: «La belleza no es / un lugar donde van / a parar los cobardes» (Antonio Gamoneda dixit).