domingo, 28 de septiembre de 2014

Sigo los pasos del viejo elefante enfermo...



Sigo los pasos del viejo elefante enfermo. Quisiera llegar a conocer la raíz de su abandono. A Georges Palante no le bastó con ser el niño enfermizo y raro, el joven meditabundo y afectado del que solo se podía sospechar; a Georges Palante no le bastó con esa maldita enfermedad, la acromegalia, que le hizo convertirse en el viejo elefante enfermo; no le bastó con ser objeto de mofa durante toda su vida... Tuvo, además -y esto lo dice Onfray-, que elegir el camino del descalabro. Alcohol, relaciones atormentadas, vida prostibularia, intransigente soledad... Y de postre, un duelo (o al menos su posibilidad). Pistola o espada, qué más daba, lo hubiera perdido igualmente.

Y sin embargo, aquí estamos, cien años después de que los lameculos de Durkheim le vetaran el acceso a la universidad, aquí estamos -decía- hablando de él como si no se hubiera pegado un tiro, como si todavía siguiera viviendo esa vida (en pie) que ahora le explica. Hace falta mucho más que un destino torcido para vivir con la apostura con que lo hizo Palante. Quizá sea algo cercano al coraje, tal vez algo más turbio y mucho menos literaturizable... No sé; al fin y al cabo, llegué hasta aquí para saberlo.

sábado, 13 de septiembre de 2014

Cruzando la frontera




Estoy aquí con los que lloraron
arena en los campos, los que fueron ceniza,
los que siguieron viajando como fuga sin sentido

Ángel CRESPO

Te veo por el hueco de la historia. He recorrido el sendero mirándote la espalda. Fatigado y en cuclillas, dibujas en el polvo un símbolo que nadie entiende. Luego escupes… Lisa te recuerda que tenemos que seguir. Toses con fuerza y te acabas reincorporando. Sobre las piedras, hay un reguero de gotas de sangre. A lo lejos, ya se ve la bahía de Portbou. Yo me contengo.

Citaste a Kafka en la última hora. Dijiste que todavía quedaba esperanza para los demás… Para vosotros, sin embargo, no. Para vosotros barro en la boca y cal en la tumba. Que nadie les recuerde, dijeron. Pero yo digo contigo; yo digo con Arendt, digo con Crespo, digo con L. Son pequeñas nuestras palabras, claro, pero aquí están. Nadie contaba con ellas. Dos jóvenes perdidos en las tripas de la historia perra, siguiendo tus pasos de explorador insomne, diciendo contigo que más vale claudicar en un juego en el que uno marca sus reglas que inclinar la cerviz ante el jefe de los sepultureros.

Al llegar a la estación, me doy cuenta de todo. Huías de una muerte segura y encontraste otra muerte nueva, tu as bajo la manga. Jamás oveja, tras el click de los pestillos la morfina resplandece en tu viejo maletín de piel. Ahí está el lago… No te hacen falta piedras en los bolsillos para poder hundirte. Llevas el peso de tu pueblo encima, llevas el peso de tu condición errante e inconforme, llevas el peso tú como nosotros, Walter del miedo a la vida confundida entre las órdenes de un kapo. La escena durará muy poco.

Yo miro la ventana. L y yo plantados frente a ella. Algunos veraneantes nos observan de reojo sin comprender muy bien qué hacemos. Siempre sobrevuela una especie de sospecha basta, poco disimulada. A nosotros nos da igual. Alzamos la vista, ausentes, sin saber ni tan siquiera cuáles son nuestras preguntas. No me importa demasiado saber qué pasó detrás de esas cortinas. A pesar de ello, barrunto la respuesta desde mi propia habitación, ya en el hostal. Llueve ligeramente y en la playa no hay nadie. «Deja la puerta abierta». «Te espero abajo». «Yo me quedo un rato; he visto un rastro al salir a pasear por la ruta de las líneas rojas». Por la noche las palabras se me antojarán mucho más limpias.

Perro comunista judío. Tirado como escombro en la orilla del cauce. Te imagino recorriendo el viejo sendero de los contrabandistas. A lo lejos, yo también veo la bahía de Portbou. Me echo mano a la nariz. Miro mis dedos manchados de sangre. Sé de dónde han venido los golpes. Conoces también cuál es el precio de refugiarse en la trinchera del pensamiento. De repente, miras a tu lado y te ves solo, bajo el fuego de artillería y atrapado en una niebla tan densa que apenas puedes andar dos pasos con seguridad. Recitas de memoria Vigilia, ese poema de Ungaretti que llevas tatuado en la lengua como un bendito talismán contra el espanto. Después, todo es distinto.

Perro comunista judío. Voy a entregarme contigo en la estación de tren, yo también voy a enseñar mis credenciales al policía malcarado que nos ha visto salir como fantasmas del túnel que atraviesa la montaña. Quizá con suerte ahora tengamos un final distinto. En todo caso, tampoco tengo miedo a quitar esos pestillos. Resplandece en la distancia el gesto. Le entrego finalmente el pasaporte. A ti te han detenido. A mí me dicen que se me permite pasar si olvido lo que ha de venir entonces. Justo en ese momento, me miras un guardia civil te tiene cogido del brazo esperando la respuesta; mi respuesta. Pero yo callo. Ignoras que me llevará toda una vida redimir ese silencio infame.

Hace frío en la playa. Me tiro al agua para nadar hasta agotarme. No hay nadie en la arena y se está haciendo de noche. L tampoco está. Yo también siento ese peso... Pero cuánto pesa el peso que llevo encima. Pero cuánto pesa el peso que llevo encima. Pero cuánto pesa el peso que llevo encima.

martes, 9 de septiembre de 2014

La industria de la desesperación



Escogí este camino de saberme
perdido para siempre en el infierno.
Todavía los cortes no han sanado
y ya estoy deseando otra pelea.

AZAD DAULATI

Que vivimos en una sociedad de enfermos es algo que, a poco que apaguemos el televisor y miremos a nuestro lado, se nos muestra de manera tan evidente que de nada valen los fastos con los que pretende ocultar su decadencia el régimen. Huele a cieno bajo la pelliza del marqués.

La enfermedad mental, en alguna de sus formas obviamente, se incluye a día de hoy en el currículum existencial del más pintado; de hecho, y si aún no hemos caído en el saco, todos conocemos a personas muy cercanas que a lo largo de su vida han sufrido algún tipo de trastorno de esta clase.

Por otro lado, desde hace años asistimos a un proceso imparable en el que cualquier conducta que trascienda la norma es patologizada rápidamente, alimentando con ello las bases nutricias de lo que, sin temor a ser exagerados, podríamos llamar industria de la desesperación.

Sea como fuere, pareciera que la balsa de agua en la que aparentemente se ha convertido la sociedad posindustrial, no oculta en sus profundidades sino el cuerpo comatoso de un individuo sacudido en su fuero interno por las condiciones de muerte (que no de vida) a las que nos somete este verdadero estado del malestar.

Depresión, abulia, pánico, angustia, fobia social… Así empieza la lista inabarcable de nuestros enemigos íntimos.

Crecimos descreídos de los viejos cuentos y nos tragamos, sin embargo, el sapo de las sociedades lúcidas. En realidad, quedamos a la intemperie alimentados de un maná horneado en la cocina de los sepultureros. Desde luego, no seré yo quien no celebre la caída de los dioses de los viejos (y no tan viejos) salvapatrias, pero que no me vendan la falacia de que todo es mejorable con apenas un leve cambio de timón o colocando un nuevo rey en el palacio (lleve corona o lazo tricolor en el ojal). Bajo mi punto de vista, no hay farmacopea que sane lo que ya está muerto.

En ese sentido, articular una respuesta únicamente desde el territorio de lo personal, no me parece, al menos en primera instancia, la solución más lúcida. No apagaremos el fuego echando agua sobre nuestra propia cabeza.

Pero qué respuesta dar entonces en una fase de nuestra experiencia histórica donde el poder ha violado nuestra soberanía vital, en la que la servidumbre ha colonizado nuestro propio cuerpo y el capital nos disciplina apenas balbuceamos nuestros primeros deseos; qué respuesta dar, insisto, si en nuestra mente se cava la primera trinchera contra nosotros mismos.

Empecemos, se me antoja, renunciando al escapismo y la milagrería barata. Volvamos la mirada consecuente y acometamos la labor de ordenar nuestro taller sin más demora. Tenemos todas las herramientas para desarmar la megamáquina. Inventemos nuevas clases de ludismo: es perentorio acabar con la dominación desde sus bases psíquicas.

Una de esas herramientas es el orgullo. Otra nuestro salvaje instinto de colaboración. Aprender de la experiencia dolorosa y afrontar con apostura el sufrimiento inevitable, implica renunciar al veneno del autoengaño. Ninguna herida puede sanar en una sociedad abandonada a las promesas diseñadas por los ingenieros del consenso. Ya está bien de tantos sueños de postal. La vida es bella en su crudeza y no necesitamos salidas de emergencia ni paraísos de merengue.

Y empecemos a pensar ―ya finalizo― en la aventura, alegre y esforzada, que se abre detrás de la posibilidad de pararnos en seco, plantarnos ―uno a uno, cada cual en su sitio― y desobedecer las leyes no escritas que nos están robando la vida. Mandemos la compostura al pairo. A día de hoy, no queda otra que apostar fuerte.

- Este es mi primera colaboración en el Murray Magazine.

martes, 2 de septiembre de 2014

Detroitus (2)


i

He despertado con las mismas pesadillas hoy. No voy a hablar de ellas para no hacerlas presentes. Ya no puedo dormir más. Me asomo con cuidado a la ventana y veo algunos fuegos encendidos todavía. Ella no está. Hace semanas que se marchó a cazar agua y aún no ha regresado. El subfusil se encasquillaba; le dije que lo haría yo. Y no le dije... No quiero pensar en lo peor, pero mi mente se encarga de narrarme los cuentos más horribles que conozco; me invade su relato en ese instante en el que abro los ojos por primera vez. De nada vale dormir con el fusil al lado. Ahí al menos, el enemigo soy yo.

ii

Tengo hambre. He plantado en el jardín de atrás esa planta que llaman carne de escombro. Su fruto es carnoso y dicen que un poco amargo, pero aún no ha germinado nada. El frío es intenso y apenas si hay dos o tres horas de esa claridad plomiza que nos resulta tan amenazante. Si tuviéramos un perro... Me gusta, sin embargo, el viento del atardecer; barre el polvo de las calles y marca el ritmo con el que los otros se afanan en preparar el fuego para pasar la noche. Al menos aparentemente, es un momento en el que se respira cierta paz. No se oyen disparos. Durante ese instante pareciera posible reconstruir algo parecido a una comunidad primaria. Pero es imposible. Le pido demasiado a este desastre.

iii

Por la noche, cuando me pongo a escribir, recuerdo sin remedio nuestra antigua vida. Algunas veces, me siento acosado por el miedo y el arrepentimiento. Solo me consuela pensar en la profunda humanidad de esa congoja, esa angustia inextingible y dolorosamente mía. Ya sé que no vale de nada pensar qué hubiera pasado si nos hubiéramos quedado allí... No tengo noticias de nadie. No tengo noticias de nada. Esta maldita animalidad... Qué habrá sido de ella.