jueves, 28 de mayo de 2015

Jugarse el cuello (o la aventura temeraria de Miguel Herberg en el Chile de Pinochet)


Ay, cómo echo de menos Tr(a)nshistoria. Este post tendría un sitio merecido allí. 

Venga, da igual, tiremos de La Banda... Leí Chile 73, de Miguel Herberg, hace bastante tiempo, y todavía le tenía reservadas unas cuantas palabras. Palabras de reconocimiento, sobre todo, pero también de admiración y sorpresa. Porque todavía no comprendo de dónde sacó el valor este hombre para hacer lo que hizo.

Pues sí, leyendo este libro, que ya tiene unos cuantos años, muy bien editado por la Fundación Anselmo Lorenzo, uno se adentra en la descabellada aventura de este cineasta libertario, Miguel Herberg, decidido a meterse en las tripas de la extrema-derecha pinochetista. Armado de unas cuantas cámaras y una buena espuerta de mentiras, Miguel logró entrevistar a lo más granado de la oligarquía golpista. Generales, dirigentes de partidos políticos cómplices del golpe, matones y torturadores... Todos se sentaron frente a él. Llegó incluso a filmar los campos de concentración construidos por Pinochet en el norte del país para encerrar a buena parte de la disidencia política (comunistas, anarquistas, socialdemócratas, mujeres y hombres que acabaron pagando años de encierro y enfermedad en aquellas cárceles inmensas intaladas a cielo abierto en pleno desierto). Hoy en día todos podemos ver su trabajo libremente. De hecho, su acceso es libre y se puede ver aquí. El documental se llama Chile o la historia se repite y, ya os digo, merece mucho la pena. 

El libro también es un documento interesante. En él podemos conocer las circunstancias en las que se gestó el proyecto y el destino, ciertamente azaroso, del documental, que en su día convirtió a su director en uno de los objetivos más preciados de los servicios secretos de la dictadura pinochetista. Afortunadamente, los esbirros de la DINA jamás pudieron acabar con él; algo que celebramos, claro, porque quedan pocos valientes y, menos aún, tan alegres y obstinados como Miguel Herberg. Sin duda, un gran tipo.

jueves, 7 de mayo de 2015

Las canciones de los durmientes

No lo recuerdo bien y fue hace poco, pero tengo la sensación de que avanzaba a tientas, con las manos extendidas en la niebla, como un explorador enfermo, infectado de un virus raro, tal vez desconocido. Ese fue el tiempo. Un sobre oportuno me hizo llegar el borrador de Las canciones de los durmientes. A partir de ese momento, abrí la puerta de ese mundo cerrado sobre sí mismo, extraño, liminar; un par de días cosido, también, a una sensación que ahora recuerdo áspera. Así leía entonces. Ahora soy distinto.

Ahora también toca releerlo. Voy a hacerlo en una preciosa edición a cargo de La Garúa. Antes, mucho antes, las anotaciones cayeron en un tiempo en el que todo nos iba de puta pena, donde avanzábamos a tientas con el único candil de la rabia contenida y el apoyo mutuo, incondicional. Después vino la espera... Los ojos llenos de tierra del verano pasado. Pero al fin está aquí. Una historia bella y oscurísima, tejida con punzones en la tela del espanto, preñada de símbolos que dialogan, mitos arcanos que parecen revivir de forma alucinada en las manos de Layla. Un relato con el que uno se desplaza y con el que, tal vez, habrá quien se despeñe.

Echadle mano, aunque quizá os lastime. Ya os dije: yo voy a releerlo ahora (con las manos escarchadas, barruntando el verano). Quizá pasamos el peor trecho, aunque seguimos tanteando. Tenemos llagas en el paladar y se acabó la fiebre. Es ahora otra la enfermedad, pero no tiene nombre; otra vez no tiene nombre.

domingo, 3 de mayo de 2015

El niño, la poeta y el pintor

Mascha Kaléko (1907-1975)
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El diario de las obsesiones crece. Ahora se trata de mantener la calma y controlar la náusea. Es algo distinto esta vez: no ves al ciervo tirado en la esquina, temblando casi exhausto, sino al niño ciego que tantea por el pasillo queriendo saber más. Pero las obsesiones... En el sueño la poeta deambulante, su mirada inteligente oteando lo que hago detrás del cristal de la cafetería antigua. Entra. Nos intercambiamos un par de cuadernos. El mío está lleno de poemas breves que pretenden ser certeros. El suyo, sin embargo, solo tiene dibujos a lápiz de un autor que, aparentemente, creo conocer bien. Es Otto Dix

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Él no aparece, claro. Su historia apenas se pergeña en un par de anotaciones hechas en una libreta vieja que por ahí anda perdida. Yo también quise escribir con la mirada puesta en el desastre consiguiente a la Gran Guerra. Pero ya no. Mi gran guerra ganó también su sitio y entonces fue imposible darle espacio a la ficción. Ya no bastaba con imáginar y tener ganas. El sueño del escritor se derrumbó cuando la pesadilla tomó cuerpo y las manos se retorcieron -como en un cuadro de Schiele- incapaces de escribir con claridad cuatro palabras. Volvamos al sueño.

iii

Otto Dix (1891-1969)
El niño ciego avanza tanteando por el pasillo a oscuras. Su madre, Mascha Kaléko, le sigue lentamente por detrás. Sus libros han sido quemados en la hoguera y sus versos, melancólicos y urbanos, parecieran resguardarse del espanto sumergidos en el sueño de los jovenes poetas neoexpresionistas. En tu cuaderno demuestras que conoces el destino que le espera al niño. Tienes un dibujo de Otto Dix tatuado en la garganta y Mascha Kaléko te sabe entre los suyos. En el sueño, poco antes de acabar, le has ofrecido protección con un pequeño gesto, sin duda estúpido, que ella te ha sabido disculpar con elegancia. Se despide regalándote un poemario de Georges Trakl. Ya no recuerdas nada a partir de ese momento. Solo quedó prendida su media sonrisa, sabia e interrogante, brillando en la memoria bajo el sol de esta mañana cálida.