domingo, 30 de agosto de 2015

La memoria compartida de Otto Dix


Ya he escrito en otras ocasiones sobre el pintor alemán en este mismo blog. Hasta siete entradas están etiquetadas con su nombre y el post La mirada de Otto Dix es el segundo más con más visitas de La banda de los 4. Ahora os dejo con un artículo que me sirvió para colaborar con Arte o Muerte, una web que da soporte a un proyecto cultural que os sugiero que conozcáis.

LA MEMORIA COMPARTIDA DE OTTO DIX

Los siete pecados capitales (1933)
Esta mañana escribo de Otto Dix como si fuera de un amigo muerto, una presencia familiar que no desaparece porque se fuera haciendo cada día más indeleble, un recuerdo grabado a sangre y fuego que uno siempre llevara en el morral, junto a las cosas imprescindibles para el viaje. «Ten presente que las cosas que te metes en la cabeza están ahí para siempre», era lo que decía el padre caminante a su hijo, todavía esperanzado, en el asfalto de La carretera, la novela de Cormac McCarthy. Otto Dix sabía bien de eso: imágenes cosidas con un hilo invisible, sedal inencontrable que al final se vuelve cuerpo. La historia, por tanto, es una historia íntima; me refiero a la que me une a Otto Dix. 

En los primeros sueños, siempre aparecía como un soldado desharrapado y ojeroso, su pelo rubio lleno de barro, arrastrando una cuerda a cuyo extremo había atado algo que ya no estaba. En ese tiempo, poco sabía de él. Su nombre aparecía a cada tanto en las historias de soldados y escritores con las que estaba familiarizado, pero su vida siempre se escondía entre otras muchas. Por entonces, había tres sombras que parecían devorarlo todo, casi como el gas de las trincheras; me refiero a Georg Trakl, Ernst L. Kirchner y Franz Marc. Entre ellas -esquivo a los fastos de la muerte, temprano en su férrea voluntad de permanencia- el fantasma de Otto Dix empezó a entrecruzarse en el camino de las secretas obsesiones de una generación, tal vez la mía, deshabitada de memoria. 

El precio fue el trastorno, a veces la náusea; otear desde la cima del caos el paisaje desolado de una vida despojada de su nombre. Árboles quebrados como esqueletos suplicantes, caballos encendidos con el vientre abierto, ratas hambrientas sin menor humanidad que la del hombre... Eso fue la guerra. Eso es. Lo dijo él mismo: «Hay que haber visto a los hombres es ese estado voraginoso para saber algo sobre ellos». A partir de entonces, la memoria se convierte en un interruptor: apaga la esperanza de una redención total, enciende la presciencia de una salvación mínima. Todo nace precisamente ahí, de la necesidad de ver y, por tanto, de la pulsión por orillar el autoengaño. En sus palabras: «Soy un hombre de la realidad. Tengo que verlo todo». 

Retrato de Anita Berber (1925)
Contra ese instinto, de nada vale sostener la venda. Él no quiso ponérsela. A través de sus cuadros empecé a saber lo que de mío tienen los otros: el veterano mutilado que se arrastra por el suelo pidiendo limosna, la prostituta con el hijo enfermo, el niño atravesado de ausencias primerizas o el joven periodista despedido por decir la verdad. Tipos humanos nacidos del barro de una realidad esquizoide, en un tiempo profundo, al cabo hecho surcos, que devora el sueño de una humanidad mayúscula. 

Su gesto serio, a veces triste, que ya no puedo imaginar afable, se alumbra con la mirada del que, pensamos en Nietzsche, lleva un campo de batalla dentro; un hombre tocado que hace lo que tiene que hacer, pintar, un hombre que tiene en sus manos las marcas de un tiempo preñado de naufragios, en cuyas obras espejea la enigmática belleza de lo que nunca brilla, de lo que fue amputado, de lo deforme, de un mundo todavía no infectado por la asepsia del olvido. 

Finalmente, la historia de Otto Dix se mezcla con la historia de la literatura a medias, mi historia de la literatura a medias. Porque confieso que llevo varios años tomando notas para una novela que, ahora ya lo sé, no voy a escribir, cuya trama tiene que ver con los cuadros de la primera etapa del pintor alemán y en la que tiene mucho que ver mi propio acercamiento a la Alemania de entreguerras. Una historia inacabada, claro está, que sin embargo no está muerta y a la que vuelvo a cada tanto, como justamente ahora. Se la debo a la mirada de Otto Dix, el que quiso verlo todo y no cerró los ojos, del que aprendimos a mirar sin pensar las consecuencias. 

Enlace al artículo en Arte o Muerte

martes, 11 de agosto de 2015

El perro viejo y yo


La casa es una mandíbula enorme.
Ángel CALLE

El perro viejo se queda ciego.

Abre los ojos de par en par, pero no ve. O solo ve sombras. Siente el oleaje, la libertad perdida, los años por venir en una soledad gris (ya casi negra). Yo no puedo hacer nada. Conozco la tormenta de su mente, el miedo. Conozco el miedo dentro de la carne como un veneno espeso, que arde y paraliza, y al cabo te confunde, te hace sospechar, revolverte contra lo más profundo de tu ser, enajenarte del instinto.

Le acompaño, a veces de lejos, otras siguiéndole de cerca. Lo llevo hasta la playa como si fuera el final de todos los caminos y yo también comparto su ceguera, el corazón lleno de bocados quizás inmerecidos. Ahora da igual. Me suelto el pelo como queriendo rezar una oración que no conozco. Nos miramos. Los dos sabemos llorar, aunque nos cueste. Ninguno de los dos sabe ladrar en el momento exacto.

El perro viejo, nunca atado a nadie, marcándome el camino como una estrella guía... Siempre vigilante, mostraba su cariño rozándome de cerca, como si él también supiera que nada arraiga sin amor, que nada crece en la niebla.

Los dos llegamos al final. Cada uno tiene muchos. El perro viejo me mira con el alma entera y no sabe cómo hacer para no volverse loco. Si pudiera cambiarme, enfrentar con él esta tormenta y hacerle retroceder juntos, los dos, avanzando sin parar dentro de ese futuro espejo, también impredecible, oscuro y susurrante como una selva antigua.

Yo no te puedo ayudar, viejo perro enfermo, tú que has dado tanto y me has enseñado a mirar. Pero te juro que lo pasaré contigo. No me da miedo ahogarme.