martes, 23 de febrero de 2016

Araña


El sargento Thomas escuchó un traqueteo metálico en la puerta del barracón y, hecho una fiera, salió a la calle para ver si eran los mismos alborotadores de siempre. «Malditos andrajosos», le gritó a una decena de niños alemanes que rebuscaban en los cubos de basura de la compañía, «largaos de aquí si no queréis que os deje tiesos». Los chavales se alejaron corriendo con algunas cáscaras de plátano y trozos de pastel de manzana duros en los bolsillos. 

No confraternizar con la población civil eran las órdenes que habían recibido todos los hombres del ejército americano que ocupaba un Berlín desde hace algunos meses rendido a las tropas aliadas. No confraternizar, se les ordenó, pero cuando el sargento Thomas y el soldado Harrison decidieron dar un paseo después de comer y se encontraron con una par de alemanas de ojos tristes pero hermosos, el sargento Thomas, que ignoró la orden, decidió acercarse para cruzar cuatro palabras con las jóvenes y, de paso, dejarles claro que los americanos no estaban allí como un ejército invasor, sino como una fuerza encargada de asegurar el pronto restablecimiento de la democracia alemana, elemento esencial de cara a la regeneración del tejido legal que diese soporte a la nueva Alemania, moderna, industrial, avanzada y bajo el paraguas de los países democráticos más desarrollados del mundo. 

Todo aquel discurso se lo sabía el sargento Thomas de memoria y se lo repitió a aquella joven alemana de medias rotas y piel cubierta de cicatrices, cuyo rostro reflejaba el desgaste terrible de los últimos días de guerra. Era eso de lo que hablaban cuando se quedaron solos en la plaza en ruinas a donde les habían conducido sus pasos, mientras Harrison se perdía de la mano de la otra chica por la puerta de un edificio destartalado donde aún se podían ver algunos restos de carteles nacionalsocialistas que llamaban a la población a luchar por el Reich de los mil años. Thomas notó como su acompañante empezaba a emocionarse y el sargento pensó que lo más humano sería cogerle la mano, confortarla, hacerle ver que con la caída del nazismo y el final de la guerra ya había pasado lo peor, que ahora solo vendrían momentos felices ligados a la reconstrucción del país. Thomas la abrazó y sintió la fragilidad de aquella mujer rota cuya familia había muerto pasto de las llamas de un bombardeo británico. El americano la abrazó con fuerza. Sentados en aquel banco, el sargento se sintió arrastrado por la emoción y hechizado por aquella mujer que, a pesar del llanto, conservaba toda la belleza y dignidad de un pueblo que salía del infierno. Sin saber qué hacer, sacó del bolsillo del pantalón unos cuantos dólares que pensó calmarían el dolor de la joven germana. Fue en ese momento cuando ella le soltó la mano, se puso de pie, cogió los billetes y, después de tirárselos a la cara, se alejó de golpe para que el francotirador hiciera su trabajo. Al instante una bala atravesó el cuello del sargento Thomas. «Don't fraternize!», le dijo la chica al americano mirándole a los ojos mientras se desangraba.

- De 50 pasos para dar el salto... (Berenice. Córdoba: 2009).

2 comentarios:

  1. No confraternizar. Ese es el miedo de los arriba: que nos tomemos de la mano.

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  2. Un miedo ante el que hay que rebelarse día tras día.

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