sábado, 7 de mayo de 2016

El nombre de los hombres: Las citas (4 de 4)


Al final,
lo indecible se dice.

Manuel LOMBARDO

i

Esta es la última de las cuatro citas. Cerramos capítulo con ella, la que quizás sea más importante. Hablamos de este par de versos de Lombardo Duro.

ii

Leo a Manuel Lombardo desde hace mucho tiempo. Concretamente, desde que descubrí un libro suyo por azar en la biblioteca de la universidad. Se trataba de No, a mi modo de ver, uno de los cinco mejores libros de su extensa obra. A partir de entonces, encontré aliento en algunos de sus interrogantes. Me atrapó especialmente esa poesía desapegada del mundo, se diría que casi sin referentes matéricos; una poesía intemporal, desubicada, dotada de una fuerza que parecía nacer de sí misma, muy lejos de los anecdotarios casi novelados que leíamos-escribíamos entonces, y también ahora.

iii

Sin embargo, ha pasado un tiempo desde que escribí El nombre de los hombres y ahora siento que hay algo que me distancia de esa cita, que podría confundirse con la palmera en llamas que ilumina la noche desértica por donde transita —medio perdido, sacudido por la sed y alimentado por una extraña determinación— el sujeto lírico del poemario. Ya no lo creo. No, lo indecible no se dice nunca, no se puede pronunciar. Sería más bien al contrario: lo indecible nos conforma, habla por nosotros, revela mucho más que oculta. Lo indecible alumbra lo inútil del esfuerzo, deviene en verdad intransigente que, no por ignorada, deja de existir, deja de trazar los límites.

iv

Y entonces, por qué no detener la búsqueda. Y si el silencio fuera... Y si las palabras fueran... Otra vez balbuceando. Vuelvo a ignorarlo todo. Hace poco hablaba con un amigo a propósito de las trampas que nos tienden las palabras. Eso es. Recuerdo, una vez más, esa pequeña lección que aparece en las primeras páginas de La carretera, cuando el padre le dice al hijo que tenga cuidado con lo que se mete en la cabeza. Las palabras, entonces, como insobornables carceleras, operando más allá y más acá de aquello que se logra pronunciar. Quizá esté ahí su fortaleza: en su poder para dejarnos ciegos, en su poder para engañarnos, en su poder para sembrar cizaña en nuestro trigal.