No nos vamos a engañar. El escritor es un tramposo y al primero al que se la juega es a él mismo. Siempre hay un engaño. Uno de ellos, quizás el más recurrente, es pensar que se puede dejar la vida en suspenso dedicándose a escribir. Cómo si no hubiera vida en la literatura... Qué va, es imposible.
Sucede a veces que quisiéramos apartarnos de todo, esquivar de forma definitiva el abrazo de la necesidad, huir del tiempo material que nos fue dado y centrarnos en lo que nos gusta (burda forma de llamar a lo que no nos incomoda). Es una especie de sueño redentor que uno acaricia a cada tanto y que -pensamos- podría alejarnos de la miserable realidad que nos amamanta día tras días. Pero todo es mentira.
Un escritor escribe. No necesita hacer de su oficio una coartada ni un truco de magia para desaparecer sin dejar rastro. Qué inútil determinación la de escapar del mundo dormitando en la ficción. Él sabe que es imposible huir. La literatura nos confronta con todo aquello que anhelamos olvidar y lo hace más vívido. No hay historia que nos resguarde. Un relato por escribir puede parecerse a un campo de minas, solo que es uno mismo quien las pone y quien las quita, quien lo cruza con el alma en vilo y quien puede salir volando. Al fin y al cabo, la literatura también puede concebirse como un tablero de ajedrez. Con algo de suerte, el peón puede atravesarlo entero, coronar y convertirse en dama. ¿Pero eso nos sirve de algo? Ningún tipo de gloria puede torcer el rumbo de lo irreparable.