En la
columna titulada «La mejor banda», publicada en el Diari de Girona en 1999, y recogida posteriormente en la
compilación de textos críticos que publicó Anagrama bajo el título de Entre paréntesis, Roberto Bolaño ofrecía
una de las principales claves para entender su obra y también su particular
forma de interpretar la literatura. En este artículo, afirmaba rotundamente que
si tuviera que asaltar el banco más vigilado de Europa o de América y pudiese
elegir a los miembros de la banda con la que llevar a cabo semejante acción, no
lo dudaría ni un momento: su banda estaría compuesta, no por mercenarios o
delincuentes habituales, sino por poetas, pues, para Bolaño, no hay nadie en el
mundo más valiente que ellos, ni que sea capaz de enfrentarse al desastre con
más dignidad y lucidez. A continuación, proseguía afirmando que los jóvenes que
deciden optar por fatigar el camino de la poesía no lo van a tener nada fácil,
ni con sus familias, ni con sus compañeros, ni con sus profesores; pero no
importa, saldrán sin duda adelante, pues bajo su aparente fragilidad, se
esconden los tipos más duros del mundo. Bolaño siempre admiró la vida de los
poetas, de los poetas auténticos, quiero decir, a causa de lo desmesurado de su
apuesta, y esta admiración está presente en gran parte de su obra. De hecho,
probablemente sea esta la clave para entender una novela como Los detectives salvajes, una obra que supone
un tributo al valor de unos jóvenes que apuestan todo lo que tienen por la poesía,
por la vida poética, una vida que solo merece ser vivida si es apurada hasta
sus límites, de manera extrema, con absoluta intensidad, aunque esto signifique,
por otra parte, acabar bailando al borde del abismo y aceptando que al final
del camino tan solo aguarda el fracaso. Sin embargo, esta vida merece ser
celebrada: vale la pena el gesto audaz.
Sobre este
valor insobornable, sobre esta apuesta excesiva por la poesía, sobre esta
afirmación de la vida frente a la rutina que nos adocena trata La tribu del abecedario, la última obra
de Juan Cruz, una obra de carácter híbrido donde convergen el aliento narrativo
y el discurso poético; una obra libre, como su autor, como sus personajes, que
se niega a encajar en los géneros canónicos de la literatura y que, de hecho,
los dinamita.
El origen
de esta tribu hay que buscarlo en la
anterior colección de piezas narrativas de Juan Cruz, El club de los poetas hiperviolentos, en cuyo antepenúltimo relato,
precisamente el que da título al libro, nos presenta la génesis y la temprana
diáspora de este grupo de vanguardia literaria, compuesto por unos jóvenes y
valientes poetas que se enfrentan con agresividad y a través de acciones de
terrorismo poético al statu quo de
una literatura acomodaticia, cobarde y vendida; unos jóvenes que arrastran,
sobre todo, una tremenda sed de vivir y que, por ello, son capaces de jugárselo
todo a una carta. Es probable que estos mismos personajes, una vez que Juan dio
por terminado el relato, lo hayan estado rondando y presionando de alguna
manera con el objeto de instarle a no poner tan pronto un punto final a su
epopeya, a desarrollar con más espacio aquella aventura, a contar qué fue de
sus protagonistas una vez que el fuego fue sofocado. Y así tenemos esta nueva
obra, La tribu del abecedario, que
viene a ahondar en aquel episodio y donde se nos presenta la voz de cada una y
de cada uno de estos poetas locos o hiperviolentos que, en esta ocasión, nos
cuentan, cada cual desde su punto de vista, cómo vivió aquella experiencia
transformadora y cómo, después de que todo terminara, han continuado
recorriendo, de una forma u otra, su propio camino.
Veintisiete
poetas pues, tantos como letras tiene el abecedario. Veintisiete testimonios de,
en palabras del propio autor, «una juventud en llamas» que decide hacer frente
al espanto cotidiano, al vacío de la sociedad contemporánea, a la alienación de
una literatura amaestrada; una juventud salvaje que entiende que una vida digna
de tal nombre solo puede ser heroica y, por qué no, violentamente osada. Una
juventud, por otra parte, condenada al fracaso, pero un fracaso pleno de
belleza orgullosa. Como escribe F, uno de los narradores protagonistas, «nada
merece la pena si no puede venirse abajo». Esta es su historia, estos son los
restos de aquel incendio, unos restos calcinados que continúan humeando en los
cielos de la ciudad buitre, de la ciudad infierno.
Veintisiete
voces entonces, veintisiete interpretaciones de lo que ocurrió en los gloriosos
días en que rondaban la noche, sonámbulos y peligrosos, los poetas
hiperviolentos. Veintisiete registros, distintas maneras de contar aquellas
vivencias: del estilo seco y directo al lírico, del discurso alucinado a la
expresión más bronca, del enrarecido lenguaje onírico a las palabras iluminadas
del místico. Y también veintisiete trayectorias erráticas que muestran que, a
pesar de todo, estos nuevos hijos de la ira lograron sobrevivir a
los días de violencia, alcohol, drogas, sexo, camaradería y poesía indómita.
Algunos abandonaron la escritura, otros se encerraron en sí mismos, otros
encontraron la paz, otros iniciaron una huida interminable hacia ningún sitio,
otros, incluso, se dedicaron a la escritura de libros de autoayuda, mientras
que otros permanecieron obstinadamente inéditos. Esta es la crónica de aquellos
jóvenes que, hastiados de la sociedad del espectáculo, escogieron escapar de la
pesadilla de la vida contemporánea buscando, tal vez, la salvación a través de
su feroz amor a la literatura, a la poesía. Un amor capaz de transformarlos, de
reinventar sus vidas, un amor intrépido que los empujaba a romper los límites,
a trazar nuevos caminos no señalados por mapa alguno. Ya lo dejó escrito
Baudelaire, un claro antecedente de estos poetas locos, en la última parte de
su poema «El viaje», fragmento que se ha convertido en una especie de himno
litúrgico para aquellos que entienden la literatura como una empresa arriesgada
llamada a transformar la vida:
«¡Oh muerte, vieja capitana, cuánto nos pesa este país!
Ha llegado la hora. ¡Levemos el ancla!
Aunque el cielo y el mar son negros como la tinta,
¡ya sabes que nuestro corazón es resplandeciente!
¡Sírvenos ya tu veneno y que nos reconforte!
¡Abrasados por su fuego ansiamos hundirnos
en el abismo, Cielo o Infierno! ¿Qué importa?
¡Sumirnos en lo desconocido hasta alcanzar la novedad!»
Con La tribu del abecedario, Juan Cruz nos ofrece, por lo tanto, su
propio Aullido generacional, un canto
de amor sin condiciones a la literatura y al valor de aquellos que se niegan a
someterse a los dictados del amo, y un homenaje, también, a toda aquella
genealogía de autores heterodoxos que escribieron con sangre y vivieron al
margen del orden y las instituciones, aquellos que apostaron por el lado
salvaje de la literatura, desde François Villon, primer poeta hiperviolento, a
los escritores de la generación beat, con Ginsberg, Kerouac y Burroughs a la
cabeza; desde Baudelaire, Rimbaud y Lautreamont hasta Roberto Bolaño y sus
cuates infrarrealistas, desde las veladas-tempestad de los furibundos dadaístas
a las derivas libertarias de los distintos movimientos que nacieron del
situacionismo. Un canto de amor, sí, pero cargado de dinamita. Un canto de amor
cargado de dinamita, sí, pero también de felicidad, de esa extraña y
apasionante felicidad que solo puede ofrecernos la literatura.
Desde
luego, debo agradecer a Juan Cruz que haya escrito esta obra inclasificable: su
lectura me ha regalado unos momentos de feroz y radiante júbilo. Es, os lo
aseguro, una obra inspiradora. No obstante, las autoridades literarias advierten
de que la lectura de La tribu del
abecedario perjudica gravemente la salud, pues el lector que recorra sus
furiosas y lúcidas páginas sentirá un deseo irrefrenable de vivir la noche sin
fin, de trasegar alcohol hasta perder el conocimiento, de amar libre e
intensamente, de celebrar la vida y el encuentro, de repartir alguna que otra
hostia y, en definitiva, de ser valiente como nunca. Estáis avisados.
Y quisiera
cerrar esta presentación con unas palabras que me han visitado de manera
incesante mientras leía el libro de Juan. Una cita que conocí gracias a nuestra
común amiga, Isabel Bono, y que, en mi opinión, resume certeramente el espíritu
de estas páginas desafiantes. Es una cita del poeta y editor José Luis Gallero
y dice así: «La vida está llena de trampas, pero todos mis amigos son poetas».
Sergio R. Franco
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